Abro los ventanales y salgo al balcón de la rotonda. Al otro lado de la plaza, que un raro paseante atraviesa con ese paso de quien va de ningún sitio a ninguna parte, veo de nuevo el Chistera con sus luces mortecinas proyectadas en la acera. A mis oídos llega el sordo ruido del viento sur cargado con los perfumes de una nostalgia angustiosa, tóxica, a la que me abandono. Una nostalgia de algo, de un tiempo todavía no muy preciso. Ver las luces de la ciudad reflejándose en el negro espejo de la ría. Escuchar el ruido lejano de la resaca. Volver a sentir dentro de mi la ciudad. Resucitar el pasado.
Miro hacia el lugar donde espero ver brillar algo más lejos las luces del Tánger Bar; pero en esa dirección de la plaza no hay otra cosa que oscuridad. Y en lugar de la claridad azul verdosa de sus ventanales sólo veo las luces de los automóviles que se dirigen hacia el centro.
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