Tánger bar, pastelería en el Boulevard

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ketari

Llego hasta la alameda. El viento agita las ramas de los tamarindos y en la calle flota un aroma otoñal, cálido, a horno de pasteleria, a follaje a punto de entrar en descomposición. Un aroma dulzón, avivado por el viento sur que induce a una pasajera somnolencia. Este es el perfume que conservaba en el recuerdo de la ciudad que dejé atrás hace quince años. Hasta ahora he encontrado pocos cambios de relevancia. Los mismos comercios, o a mi me lo parecen, los mismos aromas en determinados lugares, su cielo ceniciento sobre el que destacan las nubes plomizas, oscurisimas, la discreta elegancia de los edificios, una belleza serena que rehúsa mostrarse en toda su plenitud, esa reserva en las gentes que no es otra cosa que coquetería )" que a estas alturas me hace reír. Y éste es precisamente el encanto de la
pastelería que tengo ahora frente a mi. Tengo tiempo, todo el tiempo por delante, pienso mientras empuje la puerta de cristales ambarinos. La puerta se abre con un tenue tintineo. Un antiguo local cuyo suelo de tarima encerada tiene un brillo oscuro y en el que hay algunos veladores de mármol. Me siento en uno de ellos y pido un café solo y un bollo de cuyo nombre acabo de acordarme con una sonrisa, una mariposa, a una camarera de una pulcritud que me parece afectada. A esta hora no hay más que otro velador ocupado por dos mujeres vestidas con elegancia que tienen a sus pies unas llamastivas bolsas de una boutique cercana y que hablan y hablan. Frente al mostrador permanece de pie otra mujer. Lleva una gabardina larga sobre los hombros y espera,
con un pie ligeramente cruzado por detrás del otro a que una dependienta termine de envolverle parsimoniosamente un pedido. Las mujeres del velador me miran, se dicen algo y ríen brevemente entre ellas por lo bajo. La decoración del local es de espejos, buena madera, ordenadas bandejas de pastelillos en vitrinas de cristal y latón brillante sobre el mármol a vetas rosaceas del mostrador, una araña de gruesas lágrimas de vidrio que cuelga del techo, y que resultaría inapropiada en cualquier otro sitio. Las gentes y las cosas desprenden esa serenidad, ese sosiego de la vida amable y lenta de la provincia, y de las ciudades del mar que durante la temporada de verano tienen una agitada vida cosmopolita.

 

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