Llego al barrio del puerto y me meto en las calles oscuras de la ciudad vieja. Las recorro en zigzag. Tampoco nada ha cambiado en esta zona, la misma agitación de media mañana, las mismas tiendas de souvenirs atestadas de los más espantosos objetos, atractivos en su pura monstruosidad. Entro en una de ellas y compro una horrible casita cubierta de conchas pegadas, cuyo tejado se abre ofreciendo un interior tapizado en rojo destinado a guardar un improbable y misterioso objeto, con un perro de pasta pegado a la puerta, algo así como un dogo de fiero aspecto, que me recuerda a uno que había en nuestra casa de Reniega donde pasé mi infancia: un rechinante y deplorable objeto que acabará sin duda en la basura. Objetos, recuerdos supervivientes de hace noya quince, sino treinta o cuarenta años, junto a otros de moderna factura tan espantosos como los antiguos. Encuentro de nuevo los shipchandlers, las tabernas que a estas horas están en plena faena de limpieza, echando polvo de serrín al suelo y en las que ya hay algunos parroquianos acodados a las barras, los comercios inverosímiles, los talabartes de pequeños oficios relacionados con las cosas del mar, las casas de comida a las que llegan mandaderos con pedidos, los ultramarinos repletos de vecinas paloteando ...
Recorro estas calles como quien recorre un laberinto conocido y juega a hacer que no lo conoce y se pierde en él. Voy recorriendo cada calle, deteniéndome ante algunos comercios, ante algunas fondas, ante algunas casas de comida, diciéndome, si, aquí fue, no sin cierta angustia. Me estoy complaciendo en una nostalgia fácil, en la celebración del recuerdo de esos días del término de la adolescencia que corresponden al inicio de una forma nueva de vivir y que la memoria tiende a magnificar sin fundamento alguno, y a mantener iluminados por más tiempo de lo necesario, como si de un pequeño y secreto museo se tratara. Una nostalgia demasiado fácil por un pasado que yo quiero ver como algo amable, sentimental, carente de miedo y de fantasmas; pero que ya sé que en su fondo es siniestro y esconde la podre y el horror.
Y regresar a estos escenarios, regresar con el recuerde o, más a menudo, con la imaginación, supone para mi el detener mi andadura acaso innecesariamente, desaparecer del mapa, hacer una de esas escapadas de las que uno regresa pensando que todo se ha reducido a años, a tiempos irremediables, irreparables y que el presente, por muy duro que sea, es un refugio y si es mediocre, entonces es una patria.
Con estas viejas calles, con estos olores a bodega, humedos, a mar en algunas encrucijadas, o agrios saliendo de portales sombríos o de tabernas oscuras, con estas paredes carcomidas por el salitre, rojizas, verdosas y grisáceas; con las enseñas de los establecimientos que no son precisamente aquellas de los que con mas asiduidad había frecuentado, vuelven parte de los dias de mi desorientado deambular por la ciudad. Recuerdo las aburridas clases en una facultad de la que deserté muy pronto y que no han dejado en mi la menor huella, los rostros borrosos sin nombre ya, de algún condiscípulo —como si hubiese acumulado en mi memoria fotografías de fichas antropométricas semidestruidas o quemadas tras el asalto a un archivo policial y sólo quedaran unos rostros fijos, algún carácter; pero hubiesen desaparecido los nombres—; bulliciosa y tan desorientada gente como yo mismo. Una antigua mercería que ofrece en su escaparate una lencería tan fina e imaginativa que más parece salida de algún abigarrado establecimiento especializado del Soho, me sorprende y regocija por lo pacata y morigerada que de por sí era y supongo que seguirá siendo la Ciudad, ypor su sentido de una elegancia tradicional que nunca iba mas alla de lo correcto y de ese sentido de la distinción que tienen los provincianos que gustan de reproducir aquello que más les llama la atención en los visitantes extranjeros, y que a menudo da en una grotesca parodia.
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