Y esta vez si, me alejo de la zona, de la oscuridad del parque y busco la claridad, el tráfico del centro. Entro al paso en un bar no muy concurrido, pido un vino blanco y al cogerlo me doy cuenta de que mi mano tiembla. Me resulta dif1c11 admitir que del Tánger no quedan otra cosa que ruinas. Me resulta difícil en realidad admitir mi primer fracaso, admitir que el decorado que yo he buscado para mis ensoñaciones y para mi amable y nostálgico regreso al pasado ya no existe. Las palmeras de madera recortada, pintadas de un verde difícil de describir que tantas bromas habían provocado; la media luna de neón verdoso y el minarete rosáceo que junto con las cocteleras, la vista panorámica de Tánger coloreada en extraños tonos azulados y amarillos ocre, las fotografías de viejos aviones de pasajeros de los años veinte, el Flecha de Oriente entre ellos, con sus tripulaciones al pie de las carlingas, que nadie sabía qué hacían allí, y el gran ventilador de palas, le daban al local, a juicio de su dueño, un toque de exotismo más bien dudoso, habían desaparecido. De la misma forma que habían desaparecido el billar del fondo, las mesas de juego, los taburetes altísimos en los que se encaramaba la gente guapa de la ciudad y aquel mobiliario años cuarenta que para mi siempre había tenido el encanto de lo pasado de moda, de lo anacrónico. De todo aquello y de los espejos por los que tantas veces habíamos pasado como oscuros peces en aguas turbias sólo quedaban restos infames, carbonizados, y pequeños trozos que había visto en el suelo como si fueran lentejuelas. No gran cosa.
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Estaría entonces, ya digo, sentado en una de las mesas del Tánger. El local me había fascinado desde que tropecé con él en una de mis correrías por la parte más silenciosa de la ciudad, en los alrededores del parque del Príncipe. El nombre, para mi tan exótico, la luz del interior. Al traspasar la puerta, uno tenía la sensación de estar en otra ciudad, en otro país y hasta detener otra patria. Quiero creer que fue a primeras horas de la tarde; de una tarde de otoño. Ésa al menos es la luz que ilumina la imagen de mi recuerdo. Una tarde de cielo muy claro, de un azul de antigua tapicería. Aquel vago aire cosmopolita que yo creía adivinar detrás del nombre y detrás de aquellos extranjeros tránsfugas de la temporada que todavía se demoraban desocupados en la ciudad antes de desaparecer de escena para todo el invierno. Un bar que nada tenía que ver con los otros de la ciudad vieja, a los que yo iba al menos en aquellos primeros días, para no verme obligado a permanecer en la húmeda, salitrosa y desvencijada habitación que olía
a moho y a viejo cosmético, y en cuya alfombra había molestos granos de arena, del otro lado de la ría, en aquel barrio que parecía haber surgido de los días más precarios y agitados de una posguerra cualquiera y haberse quedado detenido en ella; un barrio en el que abundaban los pisos desocupados, o que parecían estarlo, y los comercios cerrados. Un barrio angustioso, gris, sucio, encerrado en el miedo y la sospecha, del que parecía huir la vida a grandes pasos. Para ir al Tánger no tenía que hacer otra cosa que atravesar la ría y ya me encontraba en otro mundo.
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