Durante aquella breve incursión en Villa Manuela, el niño había visto al jardinero, al chófer, a la Ino, la maritornes que les abroncó, y a una doncella jovencita, muy mona, que le sacó la lengua. A saber cuánta gente trabajaba y vivía en Villa Manuela. Conste que no era este palacete lo más suntuario que había visto, porque villas había en el barrio hasta con casita para los guardas en las que vivían tan ricamente familias enteras al servicio de los señores. Ni siquiera el jardín de Villa Manuela era tan frondoso, ni tan cuidado, como otros que el niño había podido apreciar, auténticos vergeles con árboles podados por el interior de las copas que parecían sombrillas, con lagos artificiales, con cascadas incluso, que parecía imposible tanta fastuosidad tras una verja. Villa Manuela, aun siendo lo que era, no pasaba de ser una finca de medio pelo en el conjunto residencial que daba al barrio merecida fama de ciudad jardín. Pero, de cuanto llevaba visto, las dependencias por donde mangoneaba el servicio eran más o menos parecidas en todas las villas y el ringorrango de los propietarios se percibía solamente en la calidad y cantidad de lo que llevaban en la cesta y en la propina recibida. Aunque este dato no era demasiado fiable por depender únicamente del humor de quien la daba, trámite azaroso y muy poco previsible.
–Hale, déjame la cuenta y no os olvidéis de llevaros los cascos vacíos para el descuento.
Algunas gentes del servicio eran auténticos cancerberos de los intereses de sus amos. El niño metió en la cesta dos sifones y tres botellas, que supondrían un descuento mísero en la factura. Las villas pagaban siempre al mes, o sea que compraban de fiado como los pobres, según interpretación del recadista, que más de una vez había oído mascullar al tendero que en las villas había más ruido que nueces y que algunas cuentas acumulaban retrasos en el pago.