Puertas coloradas, Villa Luz

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Don Martintxo vivía en la casa del guarda de Villa Luz –cedida en alquiler por sus propietarios, se supone que para redimir sus pecados– con sus dos hermanas solteras, que se cuidaban de zurcirle los agujeros que las brasas del permanente cigarro rubio abrían en la sotana, le sacaban brillo a la teja cada día, le cepillaban la caspa de los hombros en todo momento y le esperaban rezadoras para comer y para cenar aunque nunca sabían a qué hora llegaría, si llegaba. Unas santas, las hermanas de don Martintxo. Un santo, don Martintxo, con sus sablazos a las gentes de las villas para aliviar la miseria de los más tirados del barrio sin lograrlo, claro, porque los donantes eran más generosos para las grandes campañas benéficas que aparecían en los periódicos que para las obras de caridad de un párroco de barrio.

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