Durante varios meses parecía que las gentes de las villas se habían quedado agotadas y en discreto silencio estaban recuperando el resuello, hasta que la amplia puerta de verja de la villa que ahora pertenecía a los sobrinos de la difunta Duquesa fue derribada por una brigada de obreros para despejar el paso a camiones, hormigoneras y abundante maquinaria de construcción. Un mal día fueron talados los imponentes magnolios que cada año florecían tras la tapia colindante con el gozne en el que en tiempos se apoyaba una de las puertas coloradas. Una enorme pancarta mostraba la maqueta virtual de un conjunto de edificaciones alineadas de norte a sur en ligera pendiente y comunicadas por estrechas avenidas de asfalto. "Residencial Toki Eder", anunciaba el cartelón.
Abierta la veda, otros conjuntos residenciales vinieron a ocupar buena parte de aquellas suntuosas fincas que un día cobijaron a lo más granado de la aristocracia. Visto el negocio, a los sobrinos de la difunta Duquesa les salieron discípulos hasta en más de un convento de monjas que acabaron en adosados más o menos originales, más o menos estilosos, pero caros, muy caros como para que la generación que fue desalojada por falta de espacio pudiera plantearse el regreso.