El niño y sus amigos sopesaron los alicientes del cementerio que, aunque relativamente separado del barrio, no estaba lejos si se iba cruzando los prados entre los caseríos por detrás de los pabellones de las cocheras. Imaginaron el cementerio, entrando en él por las tapias, no por las puertas como si fueran visitantes. Era territorio ya conocido, pero hacía ya mucho tiempo que, por una cosa o por otra, no habían vuelto. El cementerio con sus tumbas, sus osarios, sus fuegos fatuos, su emoción al quedarse dentro tras el cierre oficial de las puertas… Había posibilidades, claro que las había.