Puertas coloradas, Plaza de la Constitución

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–¿Vamos esta tarde a ver a los italianos? –el hijo del linotipista seguía siendo pródigo en iniciativas.

–He oído que van a cruzar la plaza del ayuntamiento por encima de un cable, a veinte metros de altura –la nieta de don Etxebarria, que siempre se sentaba en las rodillas del hijo del tornero, le acarició el pelo–. ¿Iremos, no?

Los Hermanos Ferreri eran una troupe de funámbulos italianos que iban de ciudad en ciudad atravesando plazas y parques en el difícil equilibrio de un cable y, según los prospectos sembrados por toda la ciudad, eran el más difícil todavía del funambulismo itinerante. No había que pagar entrada, así que la mayoría estuvo de acuerdo para el plan de la tarde del sábado. La hija del director de la escuela iba esa tarde de compras con su madre, según le había dicho, así que el chico también aceptó el plan.

La plaza del ayuntamiento estaba abarrotada y los Hermanos Ferreri iniciaron su espectáculo con unas increíbles piruetas sobre un amplio escenario rebosante de terciopelos, plumas y palmeras de cartón piedra. El chico, sus amigos y sus amigas lograron situarse en las filas delanteras, por lo que pudieron apreciar los torsos musculosos de los tres Ferreri, el mayor con las sienes plateadas, el mediano con bigote y raya al medio, y el menor con una aparatosa melena y una espléndida, blanquísima, dentadura tras la sonrisa fija como de anuncio.

Cuando los tres Ferreri habían hecho viaje de ida y vuelta sobre el cable ayudados del balancín, el presentador, seguramente el padre de los funámbulos, anunció un número especial, un número para el que se precisaba la colaboración del público. Más concretamente, la colaboración de una señorita que se atreviese a cruzar el cable en brazos del menor de los Ferreri, el mozo de la melena y la sonrisa blanca.

–¿No hay nesuna ragazza en esta ciudad, una ragazza brava, valerosa, para los brazos del mio figlio Giorgio?

El presentador repitió tres veces su demanda, cómicamente suplicante, sin que nadie del público pareciera reaccionar. Por fin, cuando parecía que no iba a darse el número especial, el presentador pidió un aplauso.

–¡Un gran aplauso, una ovación para la ragazza brava que cruzará en los brazos de mi Giorgio!

El chico, sus amigos y sus amigas contemplaron atónitos cómo la hija del director de la escuela subía las escaleras del tablado apoyada en la mano del funámbulo Giorgio. Lo demás fue para el chico como una pesadilla. La hija del director de la escuela, abrazada estrechamente al cuello del funámbulo de las melenas, cruzó el cable entre los aplausos de los espectadores para descender de los brazos del italiano sobre una plataforma.

–¡Ostras, tú! ¡Que el italiano le ha dado un beso en todo el morro! –el hijo del linotipista estaba anunciando una traición.

Alguna de las chicas aseguró que no, que le había besado en la mejilla, en las dos mejillas. Alguno de los amigos del chico recurrió a la costumbre de los italianos de besar a todo el mundo.

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