Puertas coloradas, Cuesta negra

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Uno de los accesos al monte del barrio pasaba por una pendiente estrecha con pavimento de ceniza a la que denominaban la "Cuesta Negra", desangelada y casi siempre sin iluminación ya porque manos anónimas destrozaban a pedradas las bombillas del alumbrado público, ya porque nadie se acordaba de reponerlas. A la "Cuesta Negra" iban algunas parejas a meterse mano y hasta a fornicar, muy probablemente sin que a los protagonistas del regocijo se les pasase por la cabeza que tras las zarzas que bordeaban la subida muchas veces –siempre que podían– tenían por tórridos espectadores al chico y a sus amigos. De todas formas, como no era posible aproximarse demasiado al fornicio por razones de seguridad, y como el lugar solía habitualmente permanecer en penumbra, ni el chico ni sus amigos lograron nunca percibir los detalles y tenían que contentarse con tomar nota de los jadeos y el bamboleo de los cuerpos. Lo demás lo ponía la imaginación.

Al chico y a sus amigos les fascinaba la Conce, de la que desde muy niños habían oído que era puta sin tener noción clara de lo que ello significaba hasta que alguien supo explicarlo en aquellas conversaciones iniciáticas ilustradas sobre todo por el hijo del ordenanza del centro sanitario. La Conce era hija de un pescadero, de nombre Marciano, que sacaba adelante a una familia muy numerosa voceando por todo el barrio el pescado que llevaba en una tabla sobre la cabeza. Hay que decir a favor del pescadero Marciano que de sus once hijos e hijas sólo la Conce se le descarrió, porque el resto fueron saliendo adelante con oficios menos duros, menos arriesgados y más presentables para aquella sociedad salvada para Dios y para el Cielo por una guerra de la que no se hablaba.

A la Conce, cuando tiraron Mataburros, le dejaron sin sede laboral ya que en la taberna hacía trato con los clientes, recibía recados para citas, conseguía cambios para devoluciones, se comía sus bocadillos y en los días malos sin clientela al menos estaba allí, calentita, de charla o mirando las partidas de mus. Cuando el chico y sus amigos sintieron curiosidad por la Conce y se interesaron por su oficio, ella andaría por los cuarenta. Era una mujer de anchas caderas, abundante en carnes, guapota y redonda de cara aunque una nube en un ojo le afease el conjunto. Vestía de forma llamativa, cosas del ofi cio, con exceso de colorete en los carrillos y el pelo negro, tirante hacia atrás, atado en cola de caballo. La Conce, para su edad, estaba demasiado estragada y se le podían echar fácilmente quince años más.

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