Puertas coloradas, Colegio De la Pureza de María Santísima

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Antes de ingresar las chicas en las monjas francesas y los chicos en el colegio de los curas, todos, los seis, pasaron por un peculiar centro de preescolar regentado, vaya por Dios, por unas monjas mallorquinas en el que aprendieron a leer, a escribir y, sobre todo, a rezar. Era el Colegio De la Pureza de María Santísima. El niño apenas si recordaba de su paso por aquella especie de guardería el ábaco, los pellizcos de las monjas, un niño que se desmayaba casi todos los días y caía redondo allá donde estuviera dándose unos trompazos tremendos, y la primera comunión. De esta ceremonia, aunque fuera requisito previo, se le quedó sobre todo grabada la confesión, porque cuando don Martintxo –antes se habló de él, y se seguirá hablando–, capellán también de aquellas monjas, le preguntó por sus pecados, el niño sólo pudo confesarle uno: que le había visto el culo a su hermano mayor, perversidad que el niño consideraba poco apropiada para un colegio con aquel nombre tan santo.

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