El niño y sus amigos siempre se habían considerado afortunados por el hecho de que las cocheras municipales estuvieran en su barrio. Eran una docena de pabellones antiguos, inmensos de altos y de largos –así se lo parecían al niño y a sus amigos– en los que se ubicaban los garajes y los talleres de mantenimiento del parque de tranvías, trolebuses y autobuses, que de todo hubo a lo largo de esta historia, para el servicio público.
En las cocheras, el niño y sus amigos jugaban subiendo, bajando y escondiéndose en los viejos tranvías arrumbados en el fondo del pabellón más alejado y menos vigilado. Porque es preciso aclarar que la entrada y el merodeo en el interior de las instalaciones estaba terminantemente prohibida aunque la vigilancia propiamente dicha no iba más allá de unos cuantos carteles advirtiendo peligro de muerte por alta tensión, advertencia falsa según profusa y arriesgada experiencia de la chiquillería del barrio, y un viejo perro cascarrabias que casi siempre estaba atado a una cadena por su desmedida afición a perderse persiguiendo perras en celo.
En las cocheras, el niño y sus amigos hurtaban cobre, latón, rodamientos y cualquier otro elemento susceptible de ser vendido al peso a chatarreros bien dispuestos, operación esta última adjudicada a los nuevos amigos del barrio marginal, que para ello contaban con experiencia y contactos.
En las cocheras, el niño y sus amigos rebuscaban en los autobuses vacíos y aparcados para reparación por si encontraban objetos o monedas extraviados por los viajeros. Aunque sólo una rara vez descubrieron un paraguas, teniendo en cuenta que para cuando se ponían a buscar ya habían pasado por los vehículos los servicios de limpieza, la sola posibilidad de encontrar algo y el deambular sigiloso entre los asientos en el silencio del inmenso garaje ya era una aventura.