Puertas coloradas, Casas Ategorrieta

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La casa hacía esquina, desaliñada pero poderosa, como mascarón de proa de una serie caótica de edificios que configuraban una especie de islote deslavazado en aquel barrio que en las guías de turismo figuraba como "residencial". La casa, y con ella ese conjunto incoherente de bloques con viviendas de alquiler, era el espacio para la gente de medio pelo, buena parte al servicio de la aristocracia que daba lustre al barrio desde sus espectaculares mansiones ajardinadas. La casa, cuando le lavaban la cara con una mano de pintura, no desmerecía en aquella fastuosa entrada a la ciudad. La casa, y también era un mérito, era la referencia de aquellas legendarias puertas en las que se cobraba la tasa de entrada en la ciudad a personas y carros; unas puertas coloradas que el niño no conoció, ni tampoco su abuelo Ramón, pero que todos aseguraban que se abrían y cerraban justo a la altura de la casa. Hacia el sur, por delante de la casa pasaba la carretera nacional, la N-1. Hacia el este, la calzada de acceso al monte y a los edificios más humildes del barrio, flanqueada por un bosque de magnolios que desbordaban la tapia de una de las más suntuosas villas del entorno. Hacia el norte, un patio extenso y solitario que era "tierra de nadie" hasta el muro de un viejo frontón de barrio. Hacia el oeste, la ciudad y, con un poco de suerte, la puesta del sol en el horizonte del mar.

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