Puertas coloradas, Barrio humilde de Ategorrieta

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En aquel barrio de claros escalafones, quedaba todavía un último reducto, el de las casas más pegadas al monte, un conjunto de edificios desvencijados, casas sin nombre, sin color, sin estilo, casi sin forma. Casas decrépitas en las que siempre olía a bacalao, a berza, a meada de gato y a sudor. En ellas vivían los más infortunados, seguramente perdedores de aquella guerra que nunca existió, gentes que sobrevivían haciendo equilibrios entre lo legal y lo ilegal, gentes que se buscaban la vida casi a diario. Entre aquel lumpen había expertos en chapuzas, recolectores de chatarra, vendedores de segunda mano, manitas del bricolaje y el carterismo, menestrales al mejor postor, expertos en oficios ya extinguidos, pícaros y apostadores, una puta reconocida y muchas de tapadillo y por necesidad, un torero maletilla ya cincuentón, asiduos de la beneficencia y carne de caridad. Para que a este arrabal no le faltase de nada, allá fueron a parar varios cupos de inmigrantes, la mayoría extremeños, que se hacinaban en los sótanos. A casi todos se les fiaba en las tiendas y en Mataburros. No había otra. Los niños de este espacio extremo dentro del barrio subalterno eran niños agrestes, resabiados, bachilleres en salir adelante y, según cruel descripción de la madre del niño, andrajosos. Eran, con toda propiedad, los "golfos". La mayoría de ellos no fueron ni a la escuela pública y aprendieron a sobrevivir antes de sonarse los mocos.

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