Con su padre, el niño iba muy poco a la capital. No era hombre que gustase de frivolidades, entendiendo por ellas cines, teatros o cafeterías. El fútbol sí. El fútbol era, más que vicio, militancia y en ella alistó a sus hijos –que no a sus hijas, de las que esperaba otras aficiones más acordes con su condición–. Así que el niño, sin él pedirlo, fue socio del equipo de la capital, un equipo que andaba siempre al borde del precipicio aunque gracias a la incondicionalidad de sus seguidores, entre ellos su padre, iba salvando la cara echándole un par. El niño y sus hermanos acompañaban a su padre al estadio con los bocadillos y la bota de vino y animaban a su equipo cuando hacía falta. Al adversario, por principio, se le abucheaba siempre. Al niño, sin embargo, no le cuadraba aquel leal fanatismo de su padre, incapaz de ver defecto alguno en su equipo, ni la infinita capacidad para culpar de las derrotas a agentes externos a los futbolistas de casa.