Puertas coloradas, Ategorrieta

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Cuando se sobrepasaba la penumbra del portal, el niño siempre sentía como un chorro de luz. Era la calle. Era el escenario en el que todo era representado. Las cosas, las casas, las gentes, el bullir de aquel barrio dentro del barrio, de aquella isla de casas comunes y corrientes rodeada de un vergel de propiedades privadas con nombres rimbombantes, puertas de servicio y "cuidado, perro peligroso". Lo que el niño consideraba "su barrio" venía a ser como un oasis al revés.

El niño, de oídas, sabía que las gentes de las villas se entretenían en sus fiestas con muchos invitados que tomaban refrescos en el jardín bajo carpas, o frecuentaban los cafés del centro trasladados en automóviles muy aparentes por chóferes de uniforme. Los vecinos de las casas normales, los que servían a los de las villas, se entretenían en la taberna. Casualidad, la taberna era lo primero que veía el niño, justo enfrente, nada más salir del portal a la luminosidad de la calle al otro lado de la carretera que, entonces, era estrecha pero suficiente, porque excepto los tranvías a su hora y los carros con verduras de los caseríos muy de mañana, apenas si se veía alterada por un tráfico plácido e intermitente. Aquellas legendarias puertas coloradas para entrar y salir de la ciudad tuvieron sus goznes, justamente, entre su casa y la taberna.

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