Puertas coloradas, Anchoas en el Puerto

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Eran tiempos en que los barcos pesqueros llegaban a puerto tan cargados de anchoas que se les sobraban por cubierta y la gente se acercaba desde las escalerillas a la borda con una bolsa de plástico, se pedía el favor a los pescadores y llenaban de anchoas frescas, sangrantes, casi vivas, las bolsas de los que las pedían. Aquel día de septiembre, el plan del niño y sus amigos era acercarse al puerto y volver con todas las anchoas que pudieran caber en los recipientes que llevaban. El niño, apretada contra el pecho la bolsa rezumando anchoas, llegó a casa emocionado, convencido de contribuir con su esfuerzo al bienestar de la familia o, por lo menos, convencido de que por esa noche había solucionado la cena de la familia. La bronca fue épica. Primero, porque las anchoas habían llegado en un amasijo imposible de desencajar, como una pasta. Y segundo, porque el jersey nuevo estaba salpicado de chorretones con un apestoso olor a anchoa que no pudo borrarse en muchos meses. Así que, después de aquello, después de que nadie le agradeciera su aportación y se la pagasen con una bronca, decidió no volver a contribuir a la despensa familiar.

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