Efectivamente, el proyecto de ampliación de la angosta carretera general a su paso por el barrio había sido aprobado con advertencia de ejecución inmediata. Se arbitraban para ello las oportunas expropiaciones de terrenos colindantes a doblón el metro cuadrado que sumaron generosas indemnizaciones para sus propietarios que, casualmente, eran las gentes de las villas. Ensanchar la carretera supuso, claro, la merma de los jardines, la tala de árboles centenarios, la demolición de casas de guardas, la conversión de los estanques en albercas y la sustitución de las verjas de forja por tapias de mampostería. Los vecinos del barrio subalterno, atentos a cuanto se percibía sobre el comportamiento de las gentes de las villas, percibieron con preocupación que a pesar del dineral que se embolsaron con las expropiaciones seguían sin recomponerse los desconchados de las fachadas y las herrumbres de los tejados. Después, cuando algunos vecinos se fueron enterando de que además de cobrar las indemnizaciones las gentes de las villas tenían algo –o mucho– que ver en la maquinaria de obra, en los materiales y hasta en las peonadas, entendieron que el barrio iba a cambiar porque las gentes de las villas habían decidido abrirse nuevos caminos y dejarlos solos.