Habló la amiga de una manera deslavazada de muchas cosas. Contó anécdotas diversas, pero lo que más le llamó la atención del escritor fue el caso de un patrón de Bermeo, hombre grande, huesudo, con andar marinero, detenido en la cárcel de Ondarreta de San Sebastián. Compltamente despistado, nunca sabía lo que tenía que contestar a un interrogatorio en castellano, para él muy complicado, y en el que se embrollaba constantemente diciendo cosas que no quería decir, y sin saber lo que le convenía declarar y qué lo que debía callar. El pobre hombre estaba espantado por las consecuencias que podía sacar de sus palabras.
—De mí disen que soy un revolusionario y partidario asérrimo del comunismo y así.
Los primeros días después de su detención estuvo cabizbajo y preocupado, pero cuando vio que no se ocupaban más de él, empezó a sentirse más tranquilo.
Cuando alguno se acercaba a él, en la hora del paseo, solía decir siempre:
—¡Mire usted que desir que yo era propagandista asé-rrimo del comunismo...! Yo nada, no me he metido nunca en nada. Solo en la pesca y así.
Había un joven que aseguraba que habían hecho aleluyas en burla de los empleados y de los presos.
Contaba también que jugaban a la pelota en la cárcel de Ondarreta, pero que luego habían prohibido el juego porque decían que los prisioneros se divertían demasiado y que se oían los gritos que daban desde fuera.
Había un sargento preso que decía que él no había po-dido ir con los blancos, porque el día del movimiento re-volucionario estaba enfermo. Que luego, por el momento, triunfaron los rojos y le obligaron a ir con ellos. Él no tenía la culpa, pero se veía mal y le habían condenado a muerte.
El joven patrón de Bermeo le dijo que no creía que se ejecutase al sargento. Suponía que le indultarían y le conadenarían a treinta años de presidio. Al día siguiente, por la mañana, al levantarse los presos oyeron una descarga:
—¿Qué pasa? —preguntó alguno.
—Que han fusilado al sargento.
Los presos entonces empezaron a decir:
¡Cualquiera se fía de lo que dice ese!—señalando al patrón de Bermeo.
Uno de los compañeros de cárcel, un señorito, era muy bromista y durante la noche tenía la costumbre de tocar una flauta de afilador. Al parecer, los empleados de la cárcel se indignaban con aquella broma y solían registrar todas
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