La caida de Madrid, pasadizo de Egia

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Había dejado de serlo una noche en San Sebastián dos años antes. Fue a finales del mes de agosto, cuando se celebró un concierto de un grupo de música popular que se llamaba Los Pomposos en una plaza del barrio viejo y, al finalizar la actuación, los asistentes provocaron a la policía, lanzando algunos gritos y también algunas piedras, y empezaron las carreras, los botes de humo, los disparos de pelotas de goma, y ella corrió primero y, luego, ya lejos del tumulto, paseó de la mano de Javier, un amigo de otros veranos, como hoy había corrido y caminado con Lucas. Después, se refugiaron en el pasadizo que había bajo las vías de tren, porque se había puesto a llover. Y allí, en la penumbra, vieron caer el agua cogidos de la mano y también contemplaron asustados el brillo azulado de algunos relámpagos y escucharon el estruendo inmediato de los truenos. La tormenta estaba muy cerca. Para protegerse el uno al otro, se besaron, al principio con besos cortos y frecuentes, que acabaron por convertirse en un solo y apasionado beso. Javier separó los labios de los suyos y empezó a recorrerle todo el cuerpo con la boca. Al llegar al regazo, le dijo: “Sólo quiero comértelo, nada más, besártelo”, y ella se abrió de piernas y lo vio a él de rodillas, a sus pies. Le amasó el cabello con los dedos, y notó la humedad y el calor de la boca de él allí abajo y luego la lengua moviéndose y enloqueciéndola, caliente; y entonces se fue dejando caer despacio en el suelo, resbaló poco a poco su espalda por la pared y, cuando estuvo tendida encima de las baldosas, envolvió la cintura del muchacho con sus piernas y él entró allí dentro con una repentina urgencia que la extrañó, porque hasta ese instante todo había sido suave, como si hubiera habido un silenciador en cada movimiento. Por suerte, no pasó nadie en todo el rato por aquel túnel, y, cuando salieron, estaba empezando a clarear una borrosa mañana de domingo. Aún lloviznaba. Y desde el mar llegaba un olor de algas podridas. Así fue aquella primera vez. Él quiso reincidir otros días, pero ella se negó, y además le exigió que no les contara nada a los amigos de la pandilla, y él seguramente no se lo contó a nadie, pero ponía cara de tristeza cada vez que se veían, y a ella acabó resultándole desagradable su presencia.

Cruzar al otro lado

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