Había poco tráfico aquella noche. La ciudad comenzaba a descansar del ajetreo del día, pero aún había gente sentada en las terrazas y algunos paseantes que disfrutaban de la temperatura. Gonzalo y Aitor se bajaron en Los Claveles, un puti club de las afueras de la ciudad (Piensa bien en todos los detalles y en un par de días hablamos), y Fermín continuó hasta su casa. Cuando estaba llegando cambió de idea. Pidió al taxista que fuera por el otro lado del rio. Suponía dar una larga vuelta, pero quería ver si aún quedaba algún chapero de servicio. Se bajó en cuanto vio movimiento, sin esperar las vueltas ni el comentario chistoso del taxista. (Bastante tienes con limpiar la meada que te he dejado).
Algunos coches arrancaban y otros llegaban. Sentados en el pretil, tres sombras, de las que sólo se distinguía el perfil recortado a la luz de las farolas y la brasa del cigarrillo, esperaban. Fermín encendió un cigarrillo y paseó por delante, los jóvenes le miraron sin ninguna expresión en sus rostros, calibrando cuánto dinero estaría dispuesto a gastarse antes de regalarle, ni siquiera, una sonrisa. Hizo el recorrido un par de veces y al final se sentó. Indeciso. Un joven se le acercó. Era extranjero. Quizás brasileño. Tenía los ojos y los labios pintados y trataba de imitar el contoneo de una mujer. Le quitó suavemente el cigarrillo de las manos a Fermín y le dio una calada. Fermín le acarició el muslo con una mano, le agarró con fuerza de las nalgas y le atrajo hacia si.
—Primero pagar.
Fermín le dio un billete de cien euros, con una mano, le bajó la bragueta y comenzó a chupar. Siguió hasta que notó que el joven se había corrido. Durante ese rato, algunos coches pasaron tocando la bocina, pero no consiguieron distraerle. Cuando terminó, Fermín agarró suavemente al joven de la nuca y le indicó el camino.
——Más dinero.
Fermín le dio otro billete de cien y se tumbó en el pretil, sintiéndose invadido de placer mientras contemplaba las estrellas. Cuando terminó, Fermín le mantuvo la cabeza apoyada contra su vientre unos instantes mientras le acariciaba los rizos. Después se levantó y se marchó sin decir adiós. Por el camino del río, las lágrimas corrían por sus mejillas sin que él se diera cuenta. De un coche, se asomó la cabeza de un joven borracho que gritó maricones. El grito se perdió enseguida en la noche y Fermín siguió caminando por ese paseo solitario sin sentirse culpable, por primera vez desde que había comenzado a ir por aquel lugar.
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