Ese domingo, Gonzalo madrugó —no podía aguantar en la cama— y llegó con tiempo al Club de Tenis. Estaba tan nervioso que no disfrutó —como le gustaba hacer— del trayecto libre de tráfico a esas horas de la mañana. Para las diez ya estaba allí. Aparcó la moto y se asomó al pretil a mirar el mar. En aquel lugar privilegiado siempre conseguía sentirse en paz. Allí habia visto cientos de atardeceres y le habían sorprendido no menos amaneceres. Se quedaba atontado mirando las olas acariciar el muro y seguía atento su camino, hasta que morían en la playa. No podía evitarlo. Captaba toda la secuencia casi en trance hipnótico: avistaba la ola y calculaba su fuerza; la seguía cuando montaba sobre el muro y, después, cuando bajaba dejando su rastro de chorros de agua brotando de entre las rendijas de las piedras forradas de musgo; así hasta que, por muy grande que fuera, quedaba convertida sólo en una raya de espuma en la arena. Podía pasarse horas, aislado, con la mente sólo atenta a la ola. Pero aquel día no. Sólo le mantuvo alli la inercia de la rutina, apenas unos segundos, Y entró. El estómago atenazado por el miedo. Consciente de que actuaba sin pensar.
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