Hombres sin suerte, Paseo de Francia

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Se asomó a la terraza. El Urumea fluía oscuro y silencioso a sus pies. los coches pasaban deprisa, muchos sin encender las luces aún. Del sol, sólo llegaba un reflejo rojizo que perfilaba el contorno de los edificios y teñía la superficie del río. Desde niño se había quedado embobado mirando ese mismo espectáculo. En esa casa había nacido. Suspiró. A pesar de que nunca lo confesaba, tenía sesenta años y podría vivir sin preocupaciones durante años fruto de las rentas de pisos y locales. Era, desde que murió su madre hacía dos años, el único heredero de Tomás Zarra padre, el notario.

 

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