El reloj de la Iglesia de San Vicente estaba dando las ocho. Aún tenía tiempo. Cada vez se levantaba más temprano para disfrutar, al menos, de ese rato antes de entrar a trabajar. Esa mañana había conseguido salir sin que su madre le oyera y le preguntara qué turno tenía ese día, si se acordaba de que tenía que pasar por la farmacia de guardia o si le había vaciado la bacinilla.
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