Hombres sin suerte, Hipódromo de Lasarte

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ketari

En el hipódromo de Lasarte no hay rastro de la sordidez propia de otros lugares donde la gente se juega el dinero. Es un hipódromo familiar. Nada que ver con esos antros plagados de solitarios siniestros, derrotados a la búsqueda siempre de la ultima oportunidad. Los niños corretean por los jardines, se montan en los poneys mientras sus padres les contemplan desde el bar, se desgañitan animando en la recta final y después preguntan inocentemente, si ha ganado el suyo. Es verdad que camuflados en este ambiente pululan los auténticos jugadores, algunos venidos de Madrid o de Francia, pero sin conseguir nunca ensombrecer el paisaje idílico de cada domingo de verano por la tarde. Como siempre, el sobrino de Miguel les coló en preferencia. A Fermin el ambiente del hipódromo le fue reconfortando: el olor de la hierba, los cuerpos perfectos de los pura—sangre desfilando en el paddock tras la carrera, los comentarios breves de los jockeys y, sobre todo, sentir de nuevo, en lo más hondo, que aquel podía ser su día. A esas alturas de su vida no le quedaba ninguna sensación comparable a la de jugarse el dinero. Ver a su caballo cruzando el primero y, mejor aún, disfrutar con la ventaja en la recta final, cuando ya es inalcanzable. Temblar de emoción. Conñar en que la suerte no le había abandonado del todo. Porque Fermín siempre había creído en la suerte, se aferraba a ella, y ese sentimiento le hacia continuar adelante, con la firme convicción de que el azar siempre podía volver a ponerse de su lado.

    

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