Hombres sin suerte, Barrios de Altza

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Aitor se apoyó en la pared y respiró hondo varias veces. Una pareja que entraba al portal se le quedó mirando y una cuadrilla de niñas —atenta a la conversación— que había dejado todo el suelo sembrado de cáscaras de pipas se reía sin disimulo. Aún había luz en el barrio. El parque estaría animado hasta que cayera la noche. Ainhoa tardó más de diez minutos en bajar.

Se sentaron en el pretil desde donde se veía el puerto y toda la vaguada sobre la que levantaron aquel barrio en los años setenta. Algunas luces se habían encendido ya pero la claridad era aún suficiente para distinguir casi todos los detalles. Ainhoa sacó un Ducados y ofreció uno a Aitor. Lo cogió a pesar de que sólo fumaba rubio.

Estuvieron durante un rato sin saber qué decise. Aitor no estaba acostumbrado a eso. En su ambiente se iba directo al grano o se charlaba de vaguedades con música de fondo, a ser posible con alcohol y alguna raya de coca encima.

 

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Había anochecido por completo. No se escuchaban voces de niños. A la derecha, las luces de los coches avanzaban a gran velocidad por la autopista, unos en sentido a Irún y, otros, hacia San Sebastián. Enfrente, un barco, repleto de chatarra para desguace, entraba en el puerto asistido por el práctico. En algunos lugares que él conocía de sobra muchos de sus amigos estarían fumando canutos entorno a sus motos aparcadas.

 

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