siguiendo el litoral hacia poniente, había una playa de piedras llamada Tximistarri, costa toda ella bastante baja y al parecer accesible. Era sitio adonde ella solía ir en verano a solearse en cueros con las amigas y por esta razón lo conocía bien. Se acordaba de un tramo de guijas y conchas donde sin dificultad ni riesgo de dañar la barca lograríamos saltar todos a tierra. Dijo y juró haberse bañado allá en innumerables ocasiones.
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A babor, en el extremo de la ensenada, hendía las aguas revueltas un promontorio de nombre Mauxugordo, el cual, como Mako por la parte opuesta, configuraba el remate de aquellas tenazas de piedra de que acabábamos de escapar con gran apuro.
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En breve recalamos a vista de Tximistarri, un arco de costa expuesto a los embates del oleaje.
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y sin pérdida de tiempo iniciamos la marcha ladera arriba, por un angosto sendero lleno de barro que ella decía conocer muy bien. La muchacha no cesaba de prodigarme elogios, admirada de la destreza con que a su entender había yo metido en el último momento la barca entre las dos rocas.
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Aunque no llevaba nada para jalar he cogido el bus de Igueldo y me he ido solita a las peñas de Tximistarri a solearme en canicas, como en los buenos tiempos. Mujer resuelta, qué narices. Había más carne que en una charcutería. Sensación de placidez, de libertad, de estar íntimamente unida a la naturaleza. Se me ha ocurrido un verso: Mi cuerpo pertenece al sol, al agua y al viento.
Autor: Fernando Aramburu
Editorial: Tusquets (1996)
ISBN: 978-84-7223-795-7