Plaza de la Constitución y la librería Lagun son los protagonistas de estos pasajes del libro, la librería de María Teresa Castells, José Ramón Recalde e Ignacio Latierro, se encontraba en este lugar hasta que en el año 2001 se trasladaron a la calle Urdaneta para ello contaron con la ayuda de más de 800 personas.
Antes, Jose Ramón Recalde sobrevió a un atentado (recibió un balazo en la cara), mucho antes de esto, multas y sanciones durante el franquismo y posteriormente pintadas amenzantes, rotura de cristales y quema de libros, ... una pesadilla que tuvieron que soportar durante décadas incluso en su nueva ubicación en una zona menos conflictiva, la saña que tuvieron contra esta librería es dificilmente comprensible.
En el libro para seguir la tradición de tropelías (no comparables, por supuesto) cometidas con esta librería, los personajes roban varios ejemplares.
Entramos en un café de la calle de Garibay, donde Genaro me arrebata confianzudo el paquete que acabo de extraer de la máquina de tabaco
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Del café, donde Genaro tampoco pagó la ronda ni una tapa de atún con pepinillo que le vieron comer, nos dirigimos a la Parte Vieja. Sobre el empedrado de la plaza de la Constitución un grupo de niños correteaba en pos de una pelota. Hicimos alto en el soportal, junto al escaparate de una librería. Genaro me hizo saber que tenía un asunto pendiente en aquel comercio y que para resolverlo de la mejor forma posible le convenía que yo esperase fuera. Me aseguró que no tardaría en salir. Como a través del cristal se abarcase con la vista casi todo el interior de la librería, por mostrarle a Genaro buena voluntad y que no recelase que lo vigilaba, determiné apartarme hasta un escaparate lateral, donde podía contemplarse una muestra no pequeña de volúmenes repartidos ordenadamente por el suelo. Portadas hermosas; títulos sugerentes, cifra de intuidas maravillas; nombres de autores desconocidos entonces por mí en su mayoría, pero de cuyas obras, andando el tiempo, gustaré con apasionada admiración que a algunas de ellas aún les profeso. Pessoa, Kafka, Camus, Poe, Rulfo y otros cuyas hondas huellas en mi memoria nunca podrán borrarse si no se borra ésta previamente; y Proust, con cuyas páginas me aburrí y deleité durante las horas muertas de un sinnúmero de noches; y Luis Cernuda, que me enseñó la fatuidad de intentar la poesía, ya que escribió todo lo que a mí me hubiese apetecido escribir y jamás pude; y aquel Pavese entrañable, atormentado y lúbrico, cuyos versos me impuse leer sin tardanza aquella mañana de 1979, si bien hubieron de discurrir varios años antes que me decidiera a cumplir tan gozosa obligación. Tras la luna de cristal reposaban unas junto a otras las numerosas obras encerradas en sus flamantes cofrecillos de papel, configurando cada una por sí sola y todas juntas realidades infinitamente más ricas y consoladoras que la nuestra de seres atrapados en un laberinto de ilusiones vanas y de vicisitudes de poca monta. Acaso estribe la tragedia, mi tragedia, en no ser libro.
Al poco rato salió Genaro Zaldúa de la librería, sonriente, muy tieso y jacarandoso, con aspecto de haber llevado a buen término el asunto que decía haberle traído hasta allí. Cruzamos la plaza por entre la bulliciosa chiquillería que jugaba a fútbol. En el balcón 134 una mujer desempolvaba una estera con un sacudidor. Ringlas de palomas se amodorraban sobre el alero de la Biblioteca Municipal. Al enfilar la calle de San Jerónimo, Genaro miró un instante hacia atrás, como para cerciorarse de que nadie nos seguía. Después se sacó de entre camisa y panza un grueso tomo que acababa de afanar. Me dejó ojearlo. Se trataba de un estudio monográfico acerca de los validos en tiempo de los Austrias, ochocientas y pico páginas rebosantes de láminas en color y un precio para poner los pelos de punta
Autor: Fernando Arámburu
Editorial: Tusquets (1996)
ISBN: 978-84-7223-795-7