Flotaba en el ambiente un continuo retumbo en sordina, como consecuencia del intenso oleaje que, al romper contra las rocas, transformaba el litoral en una impresionante línea de geiseres. La cumbre de Igueldo seguía oculta bajo un velo de niebla. El primer chaparrón sobrevino mientras buscábamos, isla arriba, un lugar donde guarecernos. Por suerte hallamos pronto un cobijo con techo de cinc sostenido por tablones y una mesa tosca de cemento en su interior. Rodeado de espesas matas, no era espacioso, pero ofrecía mejor resguardo que otros dispersos por las inmediaciones, labrados sin duda con idea de utilizarlos en días de jira veraniega y no para protegerse de las inclemencias del tiempo.
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El viento había amainado y podía oírse con nitidez un rumor en sordina, como de grandes puertas cerradas a lo lejos con golpazo. Era el sordo zumbido de las olas al batir contra la pared norte de la isla.
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Josu Ruiz subió sin demora en busca del Pulcro Matallana. Al cabo de largo rastreo topó con él entre unas matas al borde del acantilado, la mirada perdida en el horizonte, las piernas colgadas sobre el vacío.
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En el embarcadero, a la hora convenida para pasar a recogerlos, los sorprendió la lluvia, que les obligó a resguardarse bajo el sobradillo de la caseta. Enojados y sin dirigirse la palabra esperaron nuestro retorno. Pasaba el tiempo, la tarde declinaba, caía un chaparrón torrencial. Josu Ruiz miraba de continuo su reloj. Su impaciencia crecía por momentos. De vez en cuando se acercaba al borde del embarcadero, oteaba atentamente la bahía y regresaba mojado y mascullante al exiguo cobijo que les ofrecía la caseta. Dieron las siete. A esa hora una muchacha de voz embelesadora y férreo carácter habría comenzado a esperar también en vano en algún sitio del barrio de La Paz. El Pulcro Matallana, ganoso de reconciliación, subió a escudriñar el mar desde la parte trasera de la isla; pero no consiguió avistarnos. Le comunicó entonces Josu Ruiz su determinación de atravesar a nado la bahía.
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siguió a Josu Ruiz hasta la punta del espigón, donde éste, resuelto a lanzarse al mar, le confió los zapatos, el reloj y la cartera, con encargo de entregármelo todo a mí más tarde. El Pulcro se aferró a su brazo y le suplicaba que no lo dejase solo, y tanto rogó y lloró que al fin el otro se avino a cargar con él. Embutieron en el termo de Izaskun Ayestarán las pertenencias que les pareció podría estropear el agua, y puesto todo ello a buen recaudo en un recoveco junto a la pared de la caseta, con intención de volver otro día en su busca, entraron los dos al mar decididos a cruzar abrazados los cerca de doscientos metros que dista Santa Clara de la playa de Ondarreta. Josu Ruiz, según contó, pensaba valerse de un solo brazo para nadar, mientras que con el otro sujetaría a su amigo. Ambos se llenaron la boca de dinero, en la inteligencia de tomar un taxi en cuanto hubiesen ganado tierra. Pero su loco intento les deparó otro desenlace. Y fue que a las pocas brazadas el Pulcro se atragantó con las monedas y, falto de aire, comenzó a agitarse y revolverse con tal violencia que se escurrió hacia el fondo del mar y a pique estuvo de perecer ahogado. Desistieron del empeño y pasaron la noche en el cobertizo, calados, hambrientos, sacudidos por una constante tiritona y sin más consuelo que el de creerse los únicos supervivientes de la jornada.
Autor: Fernando Aramburu
Editorial: Tusquets (1996)
ISBN: 978-84-7223-795-7