Fuegos con limón, Illarra-Berri

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La infancia de dos de los protagonistas transcurre en el barrio de Illarra-Berri situado en la zona frente a la que se situa el Diario Vasco, un barrio de trabajadores en pleno monte, antes de que se desarrollara el actual Polígono.

Muchos de estos trabajadores lo hacían en las empresas de la zona industrial de la avenida de Tolosa, Cervezas el León, Suchard, La Providencia, Lizarriturry, ...

Habla del riachuelo que recorría Ibaeta, hoy subterráneo, de la fabríca de leche Gurelesa situada al final de la carretera junto a una chatarrería que todavía existe en la zona de Pokopandegi.

 

Desde la lejana época de nuestros juegos y andanzas infantiles por los montes, los huertos, las riberas del río maloliente, así como en el frontón y la única calle del barrio de Illarra-Berri, a las afueras de la ciudad, donde vivíamos los dos en la misma casa destartalada y gris

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Illarra-Berri era en las postrimerías de la dictadura un barrio solitario, similar a una aldea, con muchos árboles, huertos y un puñado de casas mugrientas que daban cobijo a familias de extracción social humilde. Habrían de transcurrir aún algunos años antes que la ciudad lo engullera poco a poco, rodeándolo con sus implacables tentáculos de hormigón. Se hallaban las escasas viviendas que lo componían alineadas a uno de los bordes de una carretera vecinal que terminaba abruptamente un par de kilómetros valle adentro, a las puertas de una fábrica de leche. Cerca de ésta funcionaba un negocio de chatarrería, con su depósito de herrumbre en pleno campo. Debido a ello atravesaban el barrio a todas horas del día camiones cargados de chatarra, a cual más viejo y ruidoso. A su paso quedaba flotando por el aire una nube de humo negruzco, que al posarse en las fachadas les daba la coloración hollinosa con que siempre las recuerdo. Paralelo a la carretera fluía, por el fondo de un talud, un río infecto, en cuyo cauce remansado nadaban a placer las ratas. En los días de calor su fetidez obligaba a los vecinos a cerrar las ventanas. Mi padre aseguraba que en sus buenos tiempos él y otros solían pescar anguilas y truchas en aquellas aguas. Supongo que los peces fueron expulsados del paraíso antes que yo naciera, pues la verdad es que ni exprimiendo mi memoria hasta la última gota consigo recordar otro río frente a nuestra casa que aquel acloacado a cuya orilla discurrió mi niñez. Vivíamos aún en la zona cuando el ayuntamiento, tras un largo tira y afloja con los portavoces del vecindario, se allanó por fin a subvenir la construcción de un colector subterráneo.

Illarra-Berri, con ser un barrio pequeño, albergaba una considerable población de chiquillos. Yo era uno de tantos que cada tarde, a la vuelta del colegio, se juntaban en el frontón provistos de pala y pelota. Corrientemente emprendíamos alguna expedición al monte, donde a veces nos sorprendía la noche subidos a los árboles o construyendo una chabola con ramas. Ninguno se acordaba de la cena, hasta que un cambio en la dirección del viento nos traía de repente las voces con que nuestras madres nos llamaban desde lejos. A toda mecha corríamos entonces ladera abajo sin cuidarnos de ortigas ni de zarzas, espoleados por la esperanza ilusa de llegar a tiempo de eludir los azotes que a cada cual ya le estaban esperando en su casa.

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Cualquier chaval de Illarra-Berri habría preferido escupir a su madre a dejarse besuquear en presencia de testigos.

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Podía suceder que al poco rato de salir juntos a la calle, el pobrecillo regresara a su casa con las ropas empapadas, gimiendo como un perrito y dejando a su paso un reguero de agua pestilente, ya que a mí a menudo se me antojaba, ¡zas!, tirarlo al río.

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Al cura del asilo Matía, residencia de ancianos donde en común con otros barrios de la zona tenía Illarra-Berri su parroquia, considerando al parecer el estado semisalvaje en que vivía aquel enjambre de chiquillos, se le ocurrió que había que idear para ellos algún entretenimiento bendito de dios y con ese propósito fundó un grupo de baile

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Y llegó el 20 de enero de un año de mi adolescencia, día festivo por ser el de san Sebastián, patrón de la ciudad y de nuestro barrio, donde según eral costumbre en fecha tan señalada los balcones amanecieron engalanados con banderas blanquiazules y verdiblancas, únicos símbolos de carácter local que estaban por aquel entonces autorizados...

... razón por la cual se había hecho instalar en el frontón un imponente tablado sobre el que, además del baile, se iba a celebrar asimismo un combate de boxeo y la competición anual de bersolaris.

Acabada la misa de once, se congregó en el frontón de Illarra-Berri una gran muchedumbre formada en su mayor parte por familiares de los dantzaris y demás gente del lugar. Era, sin embargo, notable la presencia de numerosos vecinos de caseríos y barriadas próximas, a quienes el buen tiempo reinante había animado a participar en la fiesta.

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A finales de otoño una crecida del río había arrancado parte de la acera, delante de la casona. Al paso de los camiones cargados de leche o de chatarra, comenzó a agrietarse el asfalto de la carretera.

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Por fuerza debieron de agolparse en su mente los recuerdos la mañana de julio en que sus correrías en busca de editor lo llevaron precisamente al barrio de Illarra-Berri, donde pocos años antes había sido construido el edificio de El Diario Vasco.

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Porque ¿de dónde podía proceder semejante rabia sino del reencuentro con aquel puñado de casas polvorientas arracimadas al pie del monte?

Autor: Fernando Arámburu

Editorial: Tusquets (1996)

ISBN: 978-84-7223-795-7

 

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