Las urgulinas en la Batería de las Damas sirven como observatorio de la Donostia en agosto de 1.979, desde la conflictiva situación política, hasta la plácida vida de los veraneantes, los restaurantes del puerto, los yates fondeados en la bahía, las avionetas publicitarias, ...
Él mismo, durante una sentada inolvidable entre los cañones de la batería de las Damas, en la ladera del monte Urgull, borracho perdido me declaró el afecto que por mí sentía. Bebiendo orujo nos sorprendió la noche, y yo creo que antes de las once menos cuarto ya estábamos dormidos sobre piedra, pues no recuerdo haber visto ni oído los fuegos artificiales que comenzaban a esa hora. A las seis de la tarde nos habíamos reunido los dos en nuestro lugar habitual de encuentro para departir sobre temas filosóficos y literarios; pero a medida que nos achispábamos, la conversación fue derivando por derroteros confidenciales.
... al único a quien propuso celebrar tertulias ocasionales junto a los viejos cañones del monte Urgull, llamadas entre nosotros con el nombre secreto de urgulinas. En mi archivo particular de documentos conservo el trozo de papel donde las definimos por escrito: «reuniones de amigos en el monte Urgull, destinadas a conversar, fumar e ingerir bebidas exóticas».
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Baste con referir por ahora que a pesar de algunas cosillas guardo un grato recuerdo de las urgulinas, desde la primera en que Josu Ruiz estuvo despotricando contra Nietzsche, hasta la última, en vísperas de que el frío, los chubascos y los vendavales de otoño convirtieran la batería de las Damas en un lugar inhospitalario por demás.
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Sobre la ciudad avispeaba de vez en cuando una avioneta provista de cauda publicitaria. Siguiendo la línea de la costa, sobrevolaba la bahía hasta perderse tras la cumbre del monte Igueldo; pasado un rato, reaparecía con rumbo inverso, cruzaba ante nosotros, a tan baja altura algunas veces que podíamos distinguir el perfil del piloto dentro de la cabina, y desaparecía hacia el Este, más allá del horizonte de casas, de donde no tardaba en volver. El Pulcro, que ya no encontraba forma de disimular el tedio que le producían las disertaciones de Josu Ruiz, discurrió derribar a tiros la avioneta. Sentado a horcajadas sobre un cañón, tan pronto como la tuvo enfrente ordenó a sus artilleros imaginarios que disparasen. Remedó después con voz algo atiplada una descarga de cañonazos y se apeó con gesto contrito, diciendo que las pelotas habían pasado todas de largo y ocasionado una carnicería espeluznante en la playa.
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Cayendo la tarde comenzaron a ulular a lo lejos sirenas policiales. Remitía el calor y el monte Urgull iba poblándose de parejas amarteladas en busca de un escondido tálamo de borrajo donde sobarse. Un vientecillo terral levantaba hasta nosotros el olor suculento de arenques asados a la parrilla en los figones del puerto. La ciudad reverberaba al fondo con el sol rojizo del ocaso. Veleros y yates fondeados frente al Club Náutico se mecían blandamente sobre un incendio de cabrilleos, y a lo largo de los malecones exteriores, sentados en el suelo con las piernas colgantes, se alineaban numerosos pescadores de caña. La idílica calma se vio de pronto alterada por el estruendo de varios disparos. Comenzaba uno de tantos tumultos de atardecida en el Boulevard y zonas adyacentes. Aparecieron poco después los primeros penachos de humo por encima de los tejados. En esto Josu Ruiz nos llamó la atención sobre una figura femenina vestida enteramente de negro, con falda muy corta y zapatos de tacón, que subía por el camino. La cuesta y el suelo de adoquines dificultaban ostensiblemente su caminar. Detenida junto al muro, nos saludó con la mano. En ese momento un dálmata juguetón acudió presuroso a olisquearle las medias de luto. Izaskun Ayestarán reculó torpe y acoquinada.
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Menudeaban las detonaciones y las varias columnas de humo habían formado al juntarse una nube blanca y espesa sobre el centro de la ciudad. Desde nuestra apacible atalaya pudimos ver una desbandada de manifestantes atravesar a la carrera los jardines de Alderdi-Eder, frente al ayuntamiento. Tras ellos, algunos motoristas de uniforme trataban de alcanzarlos antes que se mezclaran con la muchedumbre pacífica que paseaba por la Concha o se desarenaba los pies a la sombra de los tamarindos.
Izaskun Ayestarán cedió a los ruegos insistentes de Josu Ruiz y tomó asiento a su lado. Recogida la falda, enseñaba descaradamente los muslos. Hizo el otro ademán de tocárselos; pero ella lo rechazó de un certero manotazo. Luego se descalzó y estuvo largo rato acariciándose los pies dolidos.—Chavales —dijo—, andamos de enhorabuena. Los sandinistas han triunfado. Es la noticia del día. ¿Y sabéis qué? Somoza escapó anteayer de Nicaragua. Se rumorea que embarcó en el helicóptero el esqueleto de su padre.
—Planeará hacerse un caldo de pollo —soltó el Pulcro en son de burla, luego de la primera calada al porro.
Izaskun se miraba hablar en el espejito, mientras repintaba de fresa los labios. Que si Donostia entera estaba celebrando el acontecimiento, ¿no era fabuloso? Que si en algunos barrios habían sacado las charangas a la calle. Que si los abertzales, eufóricos, habían pegado fuego a dos o tres autobuses. Había que apoyar a toda costa esa revolución.
Autor: Fernando Arámburu
Editorial: Tusquets (1996)
ISBN: 978-84-7223-795-7