Fuegos con limón, Alameda del Boulevard

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Hay que imaginarse el Boulevard antes de su última transformación (1.997), caminos llenos de piedritas y carretera por ambos lados de los jardines, cabinas de teléfonos y baños públicos. Con esta última remodelación se talaron todos los Olmos que había y de los que se habla en el libro, ahora todos los árboles son Platanos de Indias.

 

Faltos de fondos con que arrendar para dos o tres sesiones el teatro Principal, tal como sugería nuestro promotor, el bajito calvo de la radio, pues frangollamos sin permiso de la municipalidad un tabladucho en los jardines de la Alameda, el caso era recaudar dinero cuanto antes.

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Al amparo de un olmo de la Alameda descarga la vomitina, y entre temblores y toses a duras penas consigue mantenerse de pie.

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Por delante del tablado discurría una riada de transeúntes. Iban camino de la feria de Santo Tomás, en la Parte Vieja, o regresaban de ella. De estos últimos muchos hacían sonar matasuegras, panderos o carracas. El ambiente no podía ser más pueblerino: los niños ataviados de caseritos, la ciudad pendiente de la rifa de un cerdo, el olor ubicuo de la chistorra frita, el pon pon pon de un bombo en la acera de enfrente, la parda felicidad de las fiestas invernales.

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Comenzaba uno de tantos tumultos de atardecida en el Boulevard y zonas adyacentes. Aparecieron poco después los primeros penachos de humo por encima de los tejados.

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A fin de poner por obra el propósito, recibido con unánime aprobación, nos dirigimos sin tardanza hacia los jardines de la Alameda. Llegando al Boulevard, se deshizo el Pulcro de su tagarnina, porque se mareaba, y con cinco duros que socaliñó a Josu Ruiz corrió a proveerse de caramelos de menta al puesto de chucherías instalado bajo uno de los arcos del porche. Salían en aquel momento varias personas del café Barandiarán. Josu Ruiz reconoció entre ellas a Gabriel Celaya y con vocecilla de cotillero nos llamó la atención sobre él. Nunca antes había visto yo de cerca a un poeta famoso. 

Cruzamos la calle y a propuesta de Genaro Zaldúa nos sentamos los cuatro en un banco próximo al templete, sobre cuyo tejado se soleaba muy a su sabor algo más de una docena de palomas. Apenas hubo comenzado nuestro compañero a explicarnos los rudimentos de lo que llamaba «arte pataderil», el repentino pistonazo de una moto desbandó las presas, que aleteando frenéticamente volaron por sobre las copas de los olmos en dirección al tamarindal de Alderdi-Eder, a unos doscientos metros de donde nos encontrábamos.

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Lo vestimos y calzamos, y con la cara pintada y un cartelito clavado al pecho en que se publicaban sus fechorías, lo ahorcamos un jueves, a la sobretarde, de un olmo de la Alameda. Hecho lo cual, nos sentamos a la mesa de una cafetería de enfrente, junto al soportal, con designio de deleitarnos observando la reacción de los transeúntes. La brisa mecía blandamente al muñeco, que apenas duró veinte minutos en la rama, tiempo que aproximadamente tardaron en llegar las furgonetas de la policía con gran alboroto de sirenas. La zona fue al punto acordonada, el café donde nos hallábamos desalojado. Iban y venían a la carrera uniformes y subfusiles. Y entretanto un rumor comenzaba a difundirse por las calles de la Parte Vieja:

—La ETA ha puesto un pelele con una bomba dentro.

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Con ese fin salimos a la calle y nos encaminamos hacia la cervecería del Boulevard, que a paso reposado no distaría más de cinco minutos del restaurante. La lluvia nos empujó, por así decir, al primer bar. Por idéntica razón nos metimos en el segundo. El tercero estaba contiguo al anterior. A la salida del cuarto ya no me acuerdo de si llovía. En el siguiente conseguimos, luego de prolijas explicaciones, que nos sirvieran sendos fuegos con limón, muy escorado el mío hacia la parte del ajenjo, de suerte que nada más beberlo hube de retirarme al retrete, donde lo achiqué juntamente con las ostras. En otro bar de la misma calle pedí una faria, segunda o quizá tercera del recorrido. Tal vez fue a la salida de éste cuando volvimos a ver a Celaya, que iba solo y no mucho más tieso que nosotros. De bar en bar, llegamos a la cervecería a la una y pico de la madrugada. Allá, sentados a la mesa de un rincón, estuvimos durmiendo barbilla en pecho hasta que nos despertaron porque ya iban a cerrar

Autor: Fernando Arámburu

Editorial: Tusquets (1996)

ISBN: 978-84-7223-795-7

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