Desde la ladera de uno de los dos montes simétricos que cierran la bahía, quieta y nocturna como un lago, miraron la ciudad, desde un lugar con velas y cubiertos de plata y camareros que permanecían inmóviles en la penumbra, con las manos cruzadas sobre largos delantales blancos. También él, Biralbo, amaba los lugares, a condición de que en ellos estuviera Lucrecia, amaba en cada minuto la plenitud del tiempo con la serena avaricia de quien por primera vez tiene ante sí más horas y monedas de las que nunca se atrevió a apetecer. Como la ciudad al otro lado de los ventanales, la noche entera parecía ofrecérsele ilimitadamente, un poco amarga, oscura y no del todo propicia, pero sí real, casi accesible, reconocida e impura como el rostro de Lucrecia.