El invierno en Lisboa, Hostal en la plaza de la Trinidad

ketari

Le faltaba el aire y seguía corriendo, cruzó una plaza iluminada en la que había un palacio y un reloj, percibió el olor a tierra húmeda y a helechos de la ladera del monte Urgull, sintió que era invulnerable y que si no paraba de correr iba a perder el conocimiento, pasó junto a un zaguán del que salía una luz roja y una mujer que fumaba se lo quedó mirando. Como si emergiera de las aguas de un pozo se apoyó contra una pared con la boca muy abierta y los ojos cerrados, sintiendo en la espalda el frío de la piedra lisa. Abrió los ojos: lo cegaba la lluvia, tenía el pelo empapado. Estaba junto a la iglesia de Santa María del Mar. No vio a nadie en las calles que desembocaban frente a ella. Sobre su cabeza, más arriba de los campanarios y de los tejados, en la bruma amarilla y gris de la que descendía quietamente la lluvia, aleteaban gaviotas invisibles. Al fondo de las calles oscuras resplandecían los altos edificios de los bulevares como alumbrados por reflectores nocturnos. Biralbo tembló de fatiga y de frío y salió de la oscuridad, caminando muy cerca de las paredes, de los postigos de los bares cerrados. De vez en cuando se volvía: era como si esa noche únicamente él anduviera por una ciudad abandonada.

El Hostal Cubana era casi tan inmundo como su nombre prometía. Sus pasillos olían a sábanas ligeramente sudadas y a paredes húmedas, al aire encerrado de los armarios. Tras el mostrador de recepción un jorobado pedaleaba en una bicicleta estática. Con una toalla sucia se limpió el sudor de la cara mientras estudiaba con lento recelo a Biralbo.

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