El invierno en Lisboa, Barrio de El Muelle

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ketari

A las nueve volvería a verla, acababan de sonar las tres en los campanarios cercanos de Santa María del Mar: de nuevo el tiempo era para Biralbo como un lugar irrespirable, como las habitaciones de los hoteles donde hacía tres años se encontraba con Lucrecia cuando ella se iba y lo dejaba solo frente a la cama deshecha y al mar inmóvil que veía desde la ventana, ese mar de San Sebastián que en los atardeceres de invierno, desde la lejanía, es como una lámina vertical de pizarra. Deambuló por los soportales, entre redes apiladas y cajas vacías de pescado, hallando un vago alivio en los colores de las casas, amortiguados por el gris del aire, en las fachadas azules, en los postigos verdes o rojizos de las ventanas, en la alta línea de tejados que se extendían hacia las colinas del fondo. Era como si el regreso de Lucrecia le permitiera ver de nuevo la ciudad, que casi no había existido para sus pupilas mientras ella no estaba. Hasta el silencio que enaltecía sus pasos y los olores recobrados del puerto le confirmaban la proximidad de Lucrecia.

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