El invierno en Lisboa, Bar en el Paseo Nuevo

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ketari

El taxi entró en la ciudad, costeó las alamedas del río, cruzó la avenida de los Tamarindos y los callejones húmedos de la Parte Vieja y surgió bruscamente en el paseo Marítimo, frente a un ilimitado mediodía gris surcado de gaviotas suicidas entre la llovizna. Un hombre impasible y solo, con abrigo oscuro y sombrero terciado sobre la cara, estaba mirando el mar como si contemplara el fin del mundo. Ante él, al otro lado de la barandilla, las olas saltaban sobre los rompientes en altas erupciones de espuma. Biralbo creyó ver que el hombre cobijaba un cigarrillo en la mano ahuecada para defenderlo del viento. Pensó: yo soy ese hombre. El bar donde lo había citado Lucrecia estaba sobre un acantilado que se internaba en el mar. Vio el brillo de sus cristaleras al doblar una curva. De pronto la vida entera de Biralbo cabía en los dos minutos que faltaban para que se detuviera el taxi. Sobre las crestas grises de las olas se mecían gaviotas inmóviles. Al verlas desde la ventanilla Biralbo recordó al hombre del abrigo oscuro: tenía en común con ellas la indiferencia ante el desastre. Pero ése era un modo de no pensar en el hecho pavoroso de que le quedaban segundos para encontrarse con Lucrecia. El taxista se detuvo a un lado del paseo y se quedó mirando a Biralbo en el retrovisor. «La Gaviota», dijo casi con solemnidad: «Hemos llegado.» A pesar de las grandes cristaleras del fondo, en La Gaviota había una opacidad de encuentros clandestinos, de whisky a deshoras y prudente alcoholismo. Las puertas automáticas se abrieron silenciosamente ante Biralbo. Vio mesas limpias y desiertas con manteles a cuadros, y una barra muy larga en la que no había nadie. Al otro lado de las cristaleras estaba la isla coronada por el faro, y tras ella la lejanía gris de los acantilados y el mar, el verde oscuro de las colinas sesgadas por la niebla. Serenamente, como si fuera otro, recordó una canción: Stormy weather. Eso le hizo acordarse de Lucrecia.

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