El invierno en Lisboa, Bahía de La Concha

Libros

ketari

Nunca he estado en Lisboa, y hace años que no voy a San Sebastián. Tengo un recuerdo de ocres fachadas con balcones de piedra oscurecidas por la lluvia, de un paseo marítimo ceñido a una ladera boscosa, de una avenida que imita un bulevar de París y tiene una doble fila de tamarindos, desnudos en invierno, coronados en mayo por extraños racimos de flores de un rosa pálido muy semejante al de la espuma de las olas en los atardeceres de verano. Recuerdo las quintas abandonadas frente al mar, la isla y el faro en mitad de la bahía y las luces declinantes que la circundan de noche y se reflejan en el agua con un parpadeo como de estrellas submarinas. Lejos, al fondo, estaba el rótulo azul y rosa del Lady Bird, con su caligrafía de neón, los veleros anclados que tenían en la proa nombres de mujeres o de países, los barcos de pesca que despedían un intenso olor a madera empapada y a gasolina y a algas. A uno de ellos subieron Malcolm y Lucrecia, temiendo acaso perder el equilibrio mientras llevaban sus maletas sobre el crujido y la oscilación de la pasarela. Maletas muy pesadas, llenas de cuadros viejos, de libros, de todas las cosas que uno no se resuelve a dejar atrás cuando ha decidido irse para siempre. Mientras el barco se adentraba en la oscuridad oirían con alivio el lento estrépito del motor en el agua. Debieron de volverse para mirar desde lejos el faro de la isla, el perfil último de la ciudad iluminada, sumergida despacio al otro lado del mar. Supongo que a esa misma hora Biralbo bebía crudo bourbon sin hielo en la barra del Lady Bird, aceptando la melancólica solidaridad masculina de Floro Bloom. Me pregunté si Lucrecia había acertado a distinguir en la lejanía las luces del Lady Bird, si lo había intentado.

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