Prepararon la maleta en un decir Jesús, no había mucho que guardar y además se iban cerca y por poco tiempo. El viaje duró quince minutos de taxi y costó cuarenta y cinco pesetas, una carrera de Urraenea al Hotel de Londres y de Inglaterra.
Pepe había reservado ya una habitación mirando al mar, sobre la playa de La Concha ahora desierta. Estaba decidido a pasar su luna de miel a lo grande y en San Sebastián. Ellos sólo conocían las migajas de la ciudad y sin embargo allí mismo, por donde él había arrastrado y arrastraría su problema del mínimo vital, había gente que vivía a lo grande. Si hasta venían de Madrid a pasarlo bien a esta ciudad ¿por qué entonces ir a otra? Había calculado cuatro días, pero si se acababa el dinero antes era igual, prefería una luna de miel de un minuto, pero a tope, a todo trapo. Es una vez en la vida. Había elegido el hotel por el nombre, con un nombre tan largo y rimbombante tenía que ser bueno a la fuerza.
No se había equivocado, el hotel era muy elegante, daba gusto ver aquellas lámparas, aquellas chorreras brillantes, aquel saber estar de todo el mundo. Les achicó el portero y no digamos el recepcionista, iban mejor vestidos que ellos a pesar del traje nuevo de la boda. A Pepe se le iban y venían los colores por culpa de la maleta, la había comprado de cartón imitando piel, pero allí se notaba en seguida, máxime contrastando con el elegante uniforme del botones que se la había cogido. Una vez en la habitación le dio un duro al botones, elegante pero con cara de golfo, sin saber si hacía el primo o el roña. Soltó la frase universal.
Salieron al balcón. Estaban justo en el centro del fabuloso espectáculo que es la bahía. El mar remansado entre el monte Urgull, el monte Igueldo, las playas de La Concha y Ondarreta y la isla de Santa Clara, la Isla, de tan conocida no necesita nombre. Las olas morían a sus pies, cuatro pisos más abajo, con un ruido rítmicamente monótono. Iban a saborear las mieles de un mundo feliz, apenas intuido. El lujoso baño y la confortable habitación protegían su intimidad, la llave de la puerta era el compinche que les aislaba del medio, deseado y hostil. Cayeron en la cama como en un éxtasis. Los pinos tras la fábrica de papel, con sus olores y espumas, quedaron muy lejos, pertenecían a otro planeta.
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