Cacereño, Alameda de Rentería

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El chunchún de la música salía de un kiosco con visera, repleto de músicos caratristes. Una multitud heterogénea bailaba a la sombra de la gran Papelera Española que, indiferente a los festivos, no paraba de soltar humo blanco.
Pepe deambulaba en solitario, estaba harto de su monótono programa semanal, trabajar como una acémila, emborracharse el sábado y dormirla el domingo. Bajó a Rentería solo, sin quedar con Eleuterio y la panda, porque como la mayoría eran casados no iban al baile. No es que no hicieran lo suyo si venía a cuento, pero arrimarse nada más y que pudieran verles e ir con el cuento a la parienta, no merecía la pena. Tenía ganas de hablar con una chica, no lo había hecho desde su llegada, las del América no cuentan, es su obligación y tienen que hacerlo con cualquier cliente. No le apetecía meter mano, no; necesitaba hablar con una chica, eso era todo.

Empezó a buscar.

Desde aprendizas de quince a chachas cuarentonas, había para todos los gustos. Muchas bailaban formando parejas entre sí, giraban alegres, con el bolso colgando del antebrazo. Las nativas parecían más altas. Lo de la altura sí que es obstáculo, siempre tuvo que renunciar a las buenas mozas.

Fuera de la pista de cemento empezaban las terrazas de los cafés, pero no había nadie sentado, podía llover de un momento a otro. El público estaba de pie y las consumiciones las hacía en el interior. Los que querían, los demás tomaban el fresco. Desde luego el baile estaba animado y no podía salir más barato.

 

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