Estábamos sentados en un bar de grifotas que se llamaba El Huerto, bebiendo cervezas tibias y pasándonos porros, y él me miraba un instante y con un gesto que los demás no advertían me animaba y me censuraba al mismo tiempo, me hacía saber que se daba cuenta de mi aislamiento y mi desagrado íntimo y me reprochaba que no fuese capaz de vencerlo. Pero tal vez su cabeza era más firme que la mía y su sentido de la realidad menos frágil, de modo que podía permitirse sin mucho peligro excesos que a mí me habrían desequilibrado.
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El sudor era cada vez más copioso y más frío, los demás se lo quedaban mirando a uno sin mucho interés desde su lejanía, bromeaban sobre su palidez o su silencio, lo olvidaban, se perdían ellos también en las ondulaciones de la música o de la conversación, y uno se quedaba quieto en su diván vagamente oriental de El Huerto, escuchando a Pink Floyd, imaginando que reunía fuerzas para levantarse, que lograba caminar erguido hacia el retrete o hacia la calle, hacia la maravilla imposible del aire fresco y el silencio.
El Huerto era uno de aquellos bares grandes y mal iluminados que proliferaban entonces, con cojines y escabeles repujados como de fumaderos o de harenes, tal vez con dibujos cósmicos o alquímicos en las paredes y en el techo, en cuya penumbra brillaban constelaciones en papel de plata. En el café Moka inquietaba siempre una inminencia de bronca, una alarma de navajas ocultas, de gestos tan letales y súbitos como el pinchazo de una aguja o el chasquido de una hoja de acero, de rock violento y afónico: uno no lo advertía entonces, pero el café Moka era un bar del futuro, de lo más cruel de los ochenta, y El Huerto era ya un edén de anacronismo y de caspa, una reserva india de melenudos atónitos de risa floja y polvoriento hippismo, de lentitudes y letargos de rock sinfónico y cuelgues de hachís tan interminables y densos como un solo de guitarra de Pink Floyd o un volumen de El señor de los anillos.
En El Huerto estalló un día una bomba y ya no lo abrieron más. Habían sido los chicos de ETA, nos susurró confidencial y admirativamente alguien en un bar abertzale: aquella bomba inauguraba una campaña contra el tráfico de drogas, pero en realidad era otro signo del final inmisericorde de los años setenta. Donde podía verse definitivamente el porvenir era en los espejos del café Moka.
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