Comía en algún restaurante barato de la parte vieja, leía el periódico sentado tras los cristales de una cafetería de la Avenida o del Bulevar, viendo con igual indiferencia la lluvia y las cargas de la policía contra los piquetes de abertzales que rompían a pedradas o con bates de béisbol escaparates y cabinas telefónicas, deambulaba entre los anaqueles de una librería en quiebra que estaba liquidando sus existencias a mitad de precio, pero en la que yo no compraba nada, porque los bolsillos grandes e innumerables del tres cuartos me permitían esconder en ellos cualquier libro por voluminoso que fuera.
Deliraba un poco de tanto andar y de estar siempre solo, olía con idéntica resignación y codicia los aromas de los restaurantes y los perfumes de las mujeres, iba al cine, todas las tardes, algunas veces salía de una película para meterme en otra, como una beata a la que no le basta la misa de precepto, no paraba de ver películas y de pensar en ellas, respiraba películas, me aprendía diálogos de memoria, estaba enfermo de cinefilia, de cinefalia, de Hitchcock y de Nicholas Ray, de François Truffaut y Víctor Erice y Jean Luc Godard, salía de los cines con palidez de cinéfilo, que es esa palidez irradiada por la luz lunar de las películas en blanco y negro, de cinéfilo y cinéfalo de uniforme, para mayor oprobio, de ermitaño y fantasma de la ópera y holandés errante de las salas en las que asistía a un estreno prácticamente subterráneo el grupo espectral de los cinéfilos terminales de San Sebastián: yo fui uno de los cuatro o cinco espectadores de la primera proyección de Arrebato, de Iván Zulueta, con mi tres cuartos y mi gorra con la visera de cartón, con un ejemplar de El cine según Hitchcock guardado como un breviario en uno de aquellos bolsillos que eran los sacos sin fondo de mis robos miserables en la librería en quiebra.
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