dejándome llevar hacia las esquinas oscuras de la plaza de la Constitución donde se traficaba en hachís y heroína igual que había accedido a las caminatas higiénicas con Salcedo, compartiendo con ellos el lenguaje macarra, los canutos, los botellones de cubata, los grandes bocadillos de tortilla de champiñones que daban en los bares de soldados, la beligerancia cafre y masculina de ir en grupo y en disposición de borrachera y de bronca, adolescentes falsos, apiñados, casi hombro con hombro, las manos en los bolsillos de los vaqueros, premeditadamente torvos, con más novelería que temeridad.
No es difícil que hayan conocido las cárceles, que alguno esté muerto por culpa de la heroína o del sida. A ninguno de ellos lo reconocería si lo encontrara frente a mí, y soy incapaz de imaginarme el porvenir de sus vidas, que se cruzaron tan brevemente con la mía para alejarse luego a distancias remotas. Pero la costumbre sagrada y metódica de compartirlo todo y el sentimiento de conjura y de alianza incondicional contra el infortunio que nos unió a Pepe Rifón y a mí en aquella adolescencia repetida y tardía de San Sebastián ya no he vuelto a encontrarlo: tampoco puedo ya saber si habría sobrevivido al paso de los años.
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Si llevábamos dinero lo primero de todo era hacer un fondo común, que Pepe Rifón administraba, para pagarnos las cervezas y el hachís. Lo vendían en la plaza de la Constitución o en la Trinidad individuos patibularios que a mí me daban mucho miedo y que seguramente traficaban también en heroína. Entonces aún se veían muy pocos yonquis, o al menos yo no estaba acostumbrado a reconocerlos. En la Constitución, bajo los soportales, en la escalinata de la biblioteca pública, había cuévanos de oscuridad donde una vez vi un antebrazo pálido y descarnado, de lividez quirúrgica, al que se ceñía un trozo de goma.
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