Ardor guerrero, Paseo Nuevo

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Salcedo detestaba el tabaco y los bares, se ensimismaba en los aparatos gimnásticos como un músico en su violoncelo, corría kilómetros a campo través sin perder el resuello, y cuando salíamos juntos, en lugar de visitar los bares de soldados de la Parte Vieja, llenos de humo, de ruido, de serrín mojado y de cáscaras de mejillones, dábamos caminatas de varias horas a lo largo de la orilla del mar, remontando primero el Urumea desde Loyola hasta su desembocadura, recorriendo luego la costa desde el puente de Kursaal hasta el Peine de los Vientos, por el Paseo Nuevo y la Concha y la playa de Ondarreta. En los días de temporal nos asomábamos con una sensación de pavor y de vértigo a las barandillas del Paseo Nuevo, veíamos crecer las olas y aproximarse a nosotros como si el mar se levantara verticalmente, retrocedíamos corriendo justo cuando estallaban en altos chorros de espuma contra los bloques de hormigón, barrían toda la anchura del paseo y alcanzaban con su embate los pinares bajos del monte Urgull. A mí, que no había visto nunca un mar tan bravo, se me contagiaban los términos de aterrada admiración que usaba Salcedo:
—Te cagas.

 

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