A las ocho en punto de la mañana se izaba la bandera en la puerta del cuartel, en un mástil más alto que los aleros y que las copas de los árboles, y mientras iba ascendiendo por la cuerda se oía el toque de homenaje, y todo el mundo, en el minuto largo que duraba la ceremonia, tenía que quedarse perfectamente firme, con la mano derecha en posición de saludo, y sólo podía moverse una vez que terminaba de sonar la trompeta. A las seis de la tarde, la guardia formaba en la puerta del cuartel, y el oficial de guardia la encabezaba en su desfile hacia el mástil, seguido por un soldado que llevaba un cofre abierto y forrado de raso. Sonaba la trompeta, la bandera empezaba a descender, y los soldados adelantaban los fusiles ante el grito de ¡A la bandera! Presenten… ¡Armas!, y de nuevo toda la actividad visible en el cuartel quedaba inmovilizada como por un conjuro, como esos reinos en los que el tiempo se detiene durante cien años. El oficial recogía la gran bandera roja y amarilla, la doblaba con un respeto litúrgico, la depositaba en el cofre, y el desfile se repetía de vuelta hasta el cuerpo de guardia: pero bastaba cruzar al otro lado del puente, al barrio de Loyola, para que nada de eso existiera, para encontrarse en otro mundo del todo ajeno a aquellas ceremonias y a aquella bandera, y cuando uno volvía a esa hora al cuartel y oía la trompeta y tenía que quedarse firmes y llevarse la mano a la sien en mitad de una acera lo veía todo menos ridículo que irreal, aunque la gente, desde el interior de los bares, se le quedara mirando con burla o malevolencia.
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