Era eso lo que decía cuando la lluvia arreciaba en las tardes oscuras de invierno, o cuando veíamos por el bulevar de San Sebastián una manifestación de abertzales que quemaban pilas de neumáticos y autobuses enteros, o cuando nos refugiábamos tras las cristaleras de una cafetería para que los antidisturbios no nos fulminaran con pelotas de goma y gases lacrimógenos cuyos destinatarios no eran los abertzales, sino cualquier figura humana que se moviera por las cercanías, o cuando probaba en el comedor la primera cucharada de un guiso abominable, o cuando el pobre brigada Peláez, que era tan novato como yo en aquel cuartel y en aquella oficina, le daba para copiar a máquina una carta llena de faltas de ortografía.
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