Cruzando broncos suburbios industriales con bloques de pisos ennegrecidos y murallones de cemento en los que se repetían pintadas en euskera y grandes carteles con fotos en blanco y negro de presos etarras no era difícil imaginarse que de verdad pertenecíamos a un ejército que se desplegaba por un país en guerra, ni costaba nada percibir la hostilidad en las caras de la gente que se detenía al ver pasar nuestro convoy. Grandes pancartas tendidas sobre la calle, de balcón a balcón, parecían desafiarnos exactamente a nosotros: GORA ETA MILITARRA, TXAKURRAK KANPORA, INDEPENDENTZIA.
Desaparecían los edificios y los murallones con pintadas, y sin mediación ni previo aviso ya estábamos otra vez en medio de un paisaje del todo rural, de una quietud arcádica, casi con el aire de confortabilidad que tiene el campo en un país escandinavo, pero apenas se había acostumbrado la mirada a los tejados ocres de los caseríos, a las chozas de heno, a las arboledas umbrías, a la ondulación perfecta de una pradera en la que pastaban vacas solemnes, incluso notariales, la clase de vacas que ya no deja de ver quien viaja hacia el norte por las extensiones verdes y lluviosas de Europa, de pronto el paisaje parecía reventado y asolado por un apocalipsis, por alguna barbaridad de cemento, los pilares de hormigón del puente de una autopista, los hangares y las maquinarias y los taludes de escoria de una acería abandonada, una brutal ciudad dormitorio, un río de espumas negras y agua pestilente junto a una fábrica de papel o una planta química: así vi una vez, desde lejos, varios meses más tarde, surgiendo en medio de un paisaje que se ondulaba hacia el mar, las alambradas y las zanjas inmensas y las torres ciegas de cemento de la central nuclear de Lemóniz, rodeada por garitas de vigilancia en las que se veían siluetas encapotadas de guardias civiles con tricornio.
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