Ardor guerrero, Disturbios en el Boulevard

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Pero el miedo estaba en todas partes, no sólo en las calles como túneles de Rentería ni en el barrio donde vivía entre la penuria y la clandestinidad el brigada Peláez, sino también en el centro mismo de San Sebastián, en los jardines con tamarindos que hay frente a la playa de la Concha, en el mediodía de la Avenida o del Bulevar, que tenían en las mañanas de domingo una claridad de lujo, un brillo de escaparates de tiendas de joyas o de pieles y de cafeterías con grandes ventanales donde las señoras donostiarras de mediana edad tomaban té y tostadas y sandwiches de jamón y queso después de la misa de mediodía en el Buen Pastor.
San Sebastián, en las mañanas dominicales iluminadas por un tibio sol de invierno, era una ciudad balnearia y burguesa, una ciudad de orden, de derechas de toda la vida, con su casino y su Sagrado Corazón en el pico del monte Urgull y aquel palacio gótico tudor con céspedes ondulándose frente a la bahía del que contaban que fue construido para endulzarle las nostalgias inglesas a la reina Victoria Eugenia. San Sebastián tenía como una calma de veraneo antiguo, monárquico y eterno, el veraneo heráldico de los años veinte y el de los veranos fascistas de la guerra civil, cuando los ricos de Madrid, en lugar de volver a la ciudad en septiembre del 36, como habían hecho siempre, prolongaron las vacaciones indefinida y perezosamente esperando a que Franco se la devolviera recién conquistada.

San Sebastián, el San Sebastián de la Concha, de la Avenida de la Libertad (antes de España), del Bulevar, era una ciudad con perspectivas arboladas y ambiciones francesas, con opulencias de repostería y de gastronomía, una postal algo desvaída de la costa azul en el Cantábrico, y uno se paseaba por ella vestido de soldado, con el tres cuartos y la gorra, con los bolsillos y el estómago vacíos, con un desamparo casi de clochard o de inmigrante magrebí.

Pero de pronto, en medio de aquella calma, de los domingos lujosos y católicos, con escándalo de campanas en la catedral y rumor de cucharillas, porcelanas y pulseras de oro en las cafeterías, el miedo irrumpía igual que una inundación, al principio invisible, difícil de advertir para quien no conociera la ciudad, para quien no estuviera acostumbrado a ciertos cambios bruscos que se producían en el aire. Era como una onda opresiva de silencio que se abatiera sobre la ciudad dejando vacía una acera o las esquinas de una calle. Se cerraban puertas, se oía un eco de cortinas metálicas, se quedaban desiertos los veladores de una cafetería. Era el aviso del miedo, la pujanza de su onda expansiva, las décimas de segundo entre el estallido de un relámpago y la llegada del trueno.
Sin darse cuenta, sin saber qué había ocurrido, uno se encontraba atrapado en medio de una contienda de pedradas, de botes de humo y de pelotas de goma, en una discordia de sirenas y gritos, de vidrios rotos y golpes secos de disparos, y la humareda negra de una barricada de neumáticos daba una opacidad de eclipse a la mañana de domingo. Me acuerdo de los autobuses atravesados en los puentes del Urumea y de las siluetas veloces y jóvenes que se tapaban las caras con pañuelos negros y volcaban latas de gasolina sobre las ruedas y las carrocerías para levantar luego murallas de fuego y humo negro contra el avance de los furgones policiales. Saltaban de ellos los policías antidisturbios, con los uniformes marrones que llevaban entonces, algunos protegidos por cascos y escudos y otros a cuerpo limpio, con boinas ladeadas, con las guerreras abiertas, con pañuelos de colores fuertes al cuello, avanzando con el fusil de arrojar pelotas de goma apoyado chulescamente en la cadera, disparando contra cualquier cosa, histéricos de furia y de miedo, apuntando hacia las siluetas embozadas que les lanzaban piedras o hacia los balcones donde les parecía distinguir la figura de alguien. Solían llevar el pelo inusitadamente largo aquellos policías, y los que no se habían dejado barba tenían anchas patillas que les llegaban a la altura de la boca, y que acababan dándoles, junto a los pañuelos rojos o verdes y las camisas abiertas, un aire temible de bandolerismo.

Yo corría sujetándome la gorra para no perderla en la contienda y las piernas se me enredaban en los faldones del tres cuartos, me aplastaba contra una pared, me escondía en un portal abierto, y el olor del humo y el escándalo de las sirenas y de las consignas, la opresión en el pecho, el sobresalto del corazón, me devolvían al miedo de la primera y única manifestación ilegal de mi vida, al espanto de verme esposado en el interior de un furgón, esposado y sangrando por la nariz, mirando hacia la calle a través de una celosía de alambre.

Al cabo de unos minutos, confiado en la duración del silencio, abandonaba mi refugio y los encapuchados y los antidisturbios ya habían desaparecido, pero casi nadie se aventuraba aún en la avenida desierta, y entre los veladores volcados de una cafetería quedaban vidrios de vasos y de botellas rotas. En el aire flotaba todavía un residuo de pólvora y de gas lacrimógeno, y en la perspectiva afrancesada y dinástica de un puente fin de siglo seguía ardiendo un autobús con llamas rojo oscuro y humaredas densamente negras que nublaban el sol.

San Sebastián cobraba de golpe una grisura hostil de ciudad en estado de sitio, una tristeza de domingos militarizados y lluviosos en los que el silencio de una calle podía ser interrumpido por la trepidación cercana de una bomba, por un disparo que fulminaba a alguien sobre una acera y que se confundía de lejos con el petardeo de un tubo de escape. Al general gobernador militar le habían disparado a quemarropa en la cabeza durante la hora más plácida del paseo matinal junto a las barandillas de la Concha, y mientras agonizaba y se retorcía y se desangraba en el suelo la gente se apartaba un poco, como si no viera el bulto oscuro y la gran mancha de sangre, y seguía paseando con una perfecta serenidad de caminata balnearia. En Rentería, unos meses antes, varias compañías de antidisturbios habían entrado a saco arrasándolo todo, disparando a ciegas contra los escaparates de las tiendas y las ventanas de las casas en un paroxismo de barbarie, en una exasperación vengativa del miedo que a su vez alimentaba la embriaguez homicida de los terroristas.

Los sábados y los domingos por la mañana matrimonios perfectamente respetables asistían del brazo en el Bulevar a las manifestaciones encabezadas por grandes fotografías de presos y banderas vascas con crespones negros y con la serpiente y el hacha de la insignia etarra. Mientras tanto, al otro lado del Urumea, por encima de los árboles y de los aleros del cuartel, una descomunal bandera española con el escudo franquista ondeaba al viento que venía río arriba del mar, como la niebla y las gaviotas a las que oíamos graznar sobre el patio en los días de galerna, extraviadas en la lluvia, buscando abrigo tierra adentro.

Asustado y solo, potencialmente peligroso, sometido tal vez a una discreta vigilancia, paseándome con mis ropones de soldado por los atardeceres rosas de la Concha mientras que muy cerca de mí, en la Avenida, sonaban las sirenas, ardían las barricadas de neumáticos y estallaban las pelotas de goma en los cristales de los pisos, yo atesoraba en mi apocamiento, en mi desolación y cobardía, todas las formas posibles del miedo, a las pelotas de goma y a las pedradas, a la ikurriña con la serpiente y el hacha y a la bandera española con el águila sosteniendo un escudo, a los sargentos y a los abertzales. Entraba en una librería, incómodo por la evidencia de excepcionalidad que me agregaba el uniforme, iba al cine y al salir ya era hora de regresar al cuartel, echaba a andar hacia las afueras, para ahorrarme el autobús, y al llegar a Loyola, antes de cruzar el puente sobre el río, tomaba la precaución de tirar El País en una papelera, por miedo a que quienes tal vez me estaban vigilando consideraran el periódico como una prueba más contra mí. Una noche vi al llegar luces que se movían como reflectores bajo el agua, y luego unas figuras de hombres ranas chorreando cieno y manejando linternas emergieron entre la maleza de la orilla, absurdas y solemnes como personajes de un sueño. Uno de ellos se quitó la máscara de goma y vi la cara pálida, desencajada y carnosa, la mirada oblicua del sargento Martelo. En aquellos días se reforzaban las guardias, se entregaba munición doble a los soldados de escolta, se nos mantenía a todos en un estado permanente de alerta. Patrullas de hombres ranas sondaban las lentas aguas verde oscuro y el lecho cenagoso del río. Informes fidedignos difundidos confidencialmente por Radio Macuto aseguraban que el Servicio de Inteligencia Militar había descubierto que los etarras planeaban un ataque submarino o anfibio al cuartel.

 

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