Aun a la luz del sol y en los días sin niebla bastaba mirar hacia el cuartel desde el otro lado del puente para advertir la fantasmagoría y la insularidad de aquel edificio con aleros mudéjares y torreones de ladrillo, con piezas de artillería decorativas e inútiles asomando sus cañones entre los árboles, con una bandera que a pesar de su tamaño y de la altura del mástil en el que ondeaba también tenía algo de bandera fantasma. Sólo al cruzar el puente se distinguía a los soldados de guardia, los que estaban apostados tras las verjas y entre los árboles, los que asomaban los ojos por las ranuras de las garitas: pero lo que fortalecía el cuartel, lo que irradiaba de sus muros, era la sugestión y la fuerza del miedo, el miedo de todos nosotros, el miedo particular y secreto de cada uno, el del centinela entumecido de frío que a las cuatro de la mañana temía dormirse y ser sorprendido por el oficial de guardia, el del capitán que revisaba todas las mañanas su coche en busca de una bomba o cambiaba el trayecto hacia el cuartel para evitar una emboscada, el del vecino de Loyola que imaginaba camiones y jeeps militares erizados de fusiles cruzando el puente en la noche de un golpe de estado.
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