El cuartel era un edificio con torreones de ladrillo al otro lado del río, un río ancho y lento, cenagoso, del que ascendía una niebla húmeda, un olor muy denso a vegetación, a limo, a aguas corruptas, a tierra y hojas empapadas, a lluvia, el olor del norte, que para muchos de nosotros, venidos del secano, constituía un misterio y una novedad. El río, a medianoche, iluminado sólo por las farolas del puente que aún no habíamos empezado a cruzar, era también una frontera y un foso, un río abstracto, todavía sin nombre, un río silencioso y oscuro entre dos orillas borradas por una espesura de helechos, y sobre él, por encima de la niebla, que volvían amarillenta o rojiza los faroles del puente, tras un muro de árboles, se veía el mástil de la bandera y la fachada del cuartel, las torres con sus ventanas enrejadas y a oscuras, todo con una imprecisión nocturna que exageraba dimensiones y efectos, como un aguafuerte romántico o un decorado tenebroso de ópera, el puente con los globos amarillos de los faroles, las arboledas estremecidas por la brisa que venía del mar, la niebla, la oscuridad húmeda, las garitas donde montaban guardia soldados con las caras cubiertas por pasamontañas, la luz escasa que provenía de los portalones del cuartel, que acababan de abrirse para recibirnos.
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El cuartel era un edificio de los años veinte, y su arquitectura de ladrillo con aleros pronunciados y decoraciones entre mudéjares y platerescas se parecía mucho a la de los pabellones de la exposición universal de Sevilla de 1929, lo cual ya constituía una ventaja con respecto a los barracones desnudos y a la inhóspita funcionalidad del C.I.R.
El patio del cuartel, mirado a aquella hora de la noche, casi a oscuras, impresionaba por su amplitud sombría y su forma geométrica, cuyo centro exacto era el monolito, el monumento en homenaje a los Caídos, al que no era infrecuente, supimos enseguida, que los soldados llamaran el Manolito, y del que les explicaban a los conejos más ingenuos que tenía oculta en su base una trampilla por la que se pasaba bajo tierra al monolito o manolito del contiguo cuartel de Ingenieros, que no sólo era contiguo, sino también idéntico, como duplicado del nuestro al otro lado de un eje de simetría.
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el cuartel era un sitio perfectamente cerrado y ordenado, una arquitectura del todo inteligible, de una racionalidad geométrica: el rectángulo del patio, con el monolito o manolito en el centro justo, en la confluencia de los senderos de grava; las filas idénticas de puertas y ventanas de las compañías y de las dependencias de servicio, la galería, sostenida por columnas, que daba la vuelta al patio, las dos torres frontales, con sus reflectores de vigilancia.
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