Ardor guerrero, Campo de tiro de Jaizkibel

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En la cima de Jaizkibel, en una explanada rodeada de barracones prefabricados y presidida por un mástil en el que una inmensa bandera roja y amarilla restallaba al viento del Cantábrico, los recién llegados al regimiento de montaña saltamos de los camiones con chapucera prontitud de aprendices de comandos y formamos por compañías alrededor de la bandera con caras pálidas de mareo y de hambre, más demacradas por los principios de barba que casi todos habíamos empezado a dejarnos.
Desde aquel momento, y hasta que a las diez de la noche, una hora antes de lo habitual, sonó el toque de silencio y se apagó la luz en los barracones, no tuvimos más descanso que el de la media hora que nos concedieron para almorzar, y a la mañana siguiente, antes del amanecer, ya estábamos corriendo por laderas y riscos en pantalón de deporte, y luego reptando y disparando los cetmes y desollándonos las rodillas y los codos, y más tarde disparando ráfagas de subfusil o aplastándonos contra el suelo para que las ráfagas que disparaban otros no nos dieran, o lanzando granadas de mano hacia un barranco en el que retumbaban las explosiones como los truenos de una tormenta.

Durante unos días, en la cima de aquella montaña tan apartada del mundo real como el Sinaí, de aquel monte simbólico que parecía existir tan sólo para justificar el nombre y la propia existencia de nuestro regimiento, fuimos cazadores de montaña, soldados alpinos, disciplinados y gregarios ermitaños, salvajes hambrientos que se lanzaban hacia las grandes ollas de potaje humeante como búfalos hacia un abrevadero, gañanes devastados por el agotamiento que se desplomaban sobre los colchones y se dormían instantáneamente, y roncaban y carecían de sueños y despertaban otra vez a las ocho de la mañana y salían corriendo, sin el menor pensamiento ni recuerdo, para formar a la luz morada del amanecer, tiritando de frío, viendo surgir sobre una sucesión fantástica de montañas azuladas que ya pertenecían a Francia la primera claridad del sol. Cuando nos pasaban lista gritábamos ¡Presente! con una furia que habíamos desconocido hasta entonces, la misma con la que gritábamos ¡Aire! al romper filas o ¡A mogollón! o ¡Maricón el último! cuando aparecía a última hora de la tarde la furgoneta de los bocadillos, el tabaco y las bebidas.
En Jaizkibel nos enseñaban a luchar cuerpo a cuerpo, a derribar al improbable enemigo golpeándole la cara con la culata del cetme o clavándole en el estómago la bayoneta, y lanzando justo entonces un grito de agresión que las primeras veces daba mucha vergüenza emitir, porque era como esos gritos que lanzan los luchadores de kárate o de judo, de modo que echaba uno el cuerpo hacia adelante y esgrimía el fusil sin ninguna convicción, sin mirar a los ojos del contrario, para no morirse de risa o no enrojecer de vergüenza, y el grito apenas le salía del cuerpo, y eso con mucha dificultad, pero entonces se le acercaba el sargento instructor y ordenaba, ¡más fuerte, maricones, que no se os oye, que parecéis gatos maullando!, así que para que no lo arrestaran uno tenía que dar un salto al frente con una teatralidad de samurai y lanzar un grito rabioso, que se confundía entonces con los gritos de todos los demás, con el estrépito de las armas que chocaban entre sí y los gritos no menos feroces ni roncos de los instructores.

 

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A lo lejos se veía siempre el Cantábrico, y en esa distancia parecían perderse los tableteos de los subfusiles y los cetmes, los disparos secos de pistola, la explosiones hondas de las granadas de mano. Veíamos la bruma húmeda y malva de los amaneceres sobre las montañas de Francia, el esplendor dramático de las puestas de sol, un disco rojo que se hundía lentamente en el mar, todo muy lejos siempre, como la vida real en la que no vestíamos uniformes ni manejábamos armas de fuego. Nos repartían la comida en bandejas de aluminio y la devorábamos sin levantar la cabeza ni mirar a nuestro alrededor, y cuando se hacía de noche, después de la bajada de bandera y de la formación de homenaje a los Caídos, deambulábamos una o dos horas en la oscuridad, muy abrigados contra el viento, las gorras sobre los ojos, ahuecando las manos para proteger las brasas de los cigarrillos, conversando en grupos pequeños, viendo luces remotas de barcos, luces inciertas de ciudades o puertos a donde ya nos parecía improbable que regresáramos alguna vez.

 

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